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Las restantes jukar nos entregamos a la preparación de las que habían decidido partir hacia el asentamiento de Houluke, en la selva, cerca de cuarenta, que llevarían consigo los tesoros más importantes del Templo de las Jurkas para que su historia y legado no se perdieran. Entre ellas, todas las ikálikas, pues se consideraba que sus poderes eran cruciales para la supervivencia del asentamiento, lo que me incluía a mí, pero yo me negué.

Estábamos reunidos en el despacho de Elantiokena. Hélokar, que estaba al tanto de todo lo que ocurría en el templo, ella, mi sirvienta Kirea, y yo.

La razón de que Hélokar se encontrara allí, era que Elantiokena lo había mandado llamar, pues ella no estaba siendo capaz de convencerme de irme al asentamiento con el resto de las ikálikas.

Quería quedarme porque Hélokar permanecería en Ilje a la llegada de los invasores. Había tomado la determinación de que la mejor forma de proteger a los iljenikos que huyeran de las costas, era enfrentando él al enemigo, y, sorprendentemente, el eikán y los Sabios también se quedarían, pues se consideró que sería la mejor forma de enfrentar el cambio.

Yo no soportaba la idea de separarme de Hélokar. Antes prefería morir bajo pistola invasora.

—¡No quiero separarme de ti! —grité.

Mis lágrimas se derramaban por mis mejillas, llevada por la furia. Me sentía traicionada por ellos.

—Casíoke, por favor —me rogó, lleno de impotente miedo, cogiéndome por los brazos.

—Casíoke, eres la más joven de todas nosotras, la única jukar que ha entrado en este templo en casi veinte años —decía Elantiokena fríamente—, la más hermosa que se recuerde, y la única con el don de sanar. Eres un dulce demasiado atrayente para los que vienen. Irán a por ti la primera.

—¡No los temo! —grité de nuevo.

—¡Pero yo sí! —estalló Hélokar, rabioso y asustado. Lo miré, llorando—. No me hagas esto Casíoke.

—¡No me lo hagas tú! —le reproché—. No me alejes de ti...

—Iré a verte.

—Yo iba a ser tu eikil... —sollocé como una niña. Él me abrazó—. ¿Y si te matan?

—No lo harán Casíoke. No les vamos a dar razones para matarnos. Nos entregaremos y negociaremos nuestro futuro, y entonces encontraré la libertad para ir a verte.

—Soy una jukar... —le recordé—. ¿Crees que los iljenikos del asentamiento lo aceptarán?

—Lo harán, como han aceptado todo lo que se les viene —razonaba él, sin soltarme. Me fui calmando—. Tus poderes no han desaparecido a pesar de entregarte a mí. Sigues bendita por los dioses. No hay pecado en lo que hemos hecho.

Elantiokena y Kirea nos observaban, en silencio, pues para ellas ya no era un secreto la relación que el heredero y yo manteníamos. De hecho, ya no era un secreto para el templo entero, pues en los meses de preparación previa a la llegada de los extranjeros, Hélokar, convertido ya en autoridad principal de Iljenike, entraba y salía del templo con libertad, y siempre en mi búsqueda.

Dado su determinante protagonismo, nadie osó decir nada. Era más preocupante la invasión que nuestro romance. De hecho, para muchos, era un asunto casi mágico, de cómo, a pesar de las adversidades, había espacio para un romance que para ellos era épico, entre el heredero y la más venerada de las jukar.

Además, nuestra historia casi se convirtió en referencia de coraje para todos más adelante, hasta acabar siendo leyenda, que hoy, tantas décadas después, se sigue cantando, por lo trágico del final, que luego os narraré.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora