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Después de esa primera semana convulsa, los días en la fragata pirata resultaron ser menos anodinos que los que pasara en La Colosal, y, por supuesto, nada que ver con el viaje como esclava en una bodega cuando me arrancaron de Iljenike. Según mis cálculos, hacía tres meses que no bajaba de un barco, pasando de uno a otro.

Igual que hiciera Josh en su barco, Eder me cedió su cabina, y procuró que no me faltara de nada. Los lujos eran mucho menos que en el navío de mi marido, cuyas instalaciones eran prácticamente las de un palacio, y donde pusieron personal a mi servicio. En La Bella Negra solo tenía a Rana, que, sin embargo, se desvivía, en silencio, por complacerme en todo lo que necesitaba, aunque yo no era exigente.

Sin embargo, no eran las comodidades, los lujos, o el servicio lo que yo valoraba. Después de haber estado semanas en una bodega esclava, La Bella Negra era para mí el paraíso.

Lo que marcó la diferencia en mi ánimo, y me llevó a valorar positivamente a mi captor (¡qué contradicción!), fue el hecho de que me permitiera moverme a mi antojo, sin atosigarme ni vigilarme. Realmente no tenía dónde ir o dónde esconderme, y el capitán pirata no temía que su tripulación se atreviera a sobrepasarse. Mucho menos desde el episodio con Goilei.

A partir de ese día, hasta Can bajaba la mirada a mi paso. Yo sentía en las energías que todavía había resentimiento hacia mi persona, pero ya estaba superado por el temor que ahora sentían hacia mí.

Mi rutina diaria durante cuatro semanas más de navegación, consistió en levantarme temprano, pasear por las mañanas por la cubierta, y meditar o dormitar por las tardes.

Por las mañanas, siempre tenía un sencillo desayuno listo para mí. El almuerzo lo tomaba sola, y las cenas eran con Eder, que dedicaba ese tiempo a satisfacer su insaciable curiosidad sobre el mito de las jukar, Iljenike, y sus habitantes. Siempre me entusiasmó su interés. Era un hombre ávido de conocimiento y aventuras.

Rana me ayudaba a mantener mi ropa limpia, la única que tenía y que adapté a mi nueva vida y espacio, pues en un barco pirata, no había nada para una mujer. De nuevo anduve descalza, y, en ese barco, ir descalzo era común, por lo que no se me juzgó por ello. Poco a poco mis pies fueron respondiendo, aunque en el izquierdo perdí gran parte de la sensibilidad.

Me gustaba salir a cubierta después del desayuno, cuando todavía el sol era clemente. Cuando lo hacía, Rana se convertía en mi sombra, no por seguridad, sino como guía y sostén, pues yo aún estaba recuperando mi capacidad de andar.

Encima de un barco, no era fácil, y menos en La Bella Negra. La oscura fragata viajaba a tal velocidad, que en ocasiones saltaba sobre las olas con violencia, y era entonces cuando Rana, que parecía anticiparse a esos saltos, me sostenía, a pesar de su pequeño tamaño, que compensaba con sobrada voluntad.

Empecé a amar esa experiencia, que no tuve posibilidad de conocer en La Colosal, siempre encerrada en el espacio de Josh, entretenida en leer, con pocas opciones más. En La Bella Negra, me encantaba quedarme en la zona elevada de proa, para observar el horizonte mientras la nave casi volaba sobre el agua, liviana.

Aprendí mucho de navegación, la vida a bordo, y sobre ese barco, ya que, en ocasiones, Eder me acompañaba, y me enseñaba. Yo procuraba ser una alumna atenta, y acabé descubriendo que me entusiasmaba ese estilo de vida, tan nómada, tan cargada de incertidumbre y posibilidades, peligros y aventuras, tan dura en ocasiones, pero tan satisfactoria al final, siempre.

Una preciosa mañana de paseo, despejada, una en concreto, viene siempre a mi memoria. Aún me sonrojo al recordarlo.

Esa mañana, yo miraba al horizonte, con el sol brillando delante de nosotros, iluminando el mar hasta la ceguera. Yo me sujetaba en el pasamanos de la zona delantera de La Bella Negra, que navegaba imparable, ambiciosa, como era ella.

La última sacerdotisa --COMPLETA--Donde viven las historias. Descúbrelo ahora