La oscuridad y la verdad: un viaje al mundo de las fobias
Cuando era niña, el miedo era mi compañero constante. Me aterrorizaban las sombras en las esquinas, los ruidos extraños que provenían de la oscuridad, y sobre todo, la figura imponente de mi padre. Con su larga cabellera oscura, ojos que parecían perforar mi alma y una apariencia que asustaba a los extraños, a simple vista parecía el villano de un cuento. Pero era todo lo contrario: el hombre más dulce y amoroso que conocí. Amaba el arte, las flores, los animales y, sobre todo, a mi madre y a mí. Me enseñó que las cosas verdaderamente importantes son esas pequeñas maravillas que la gente tiende a olvidar, como las estrellas que brillan en el manto de la noche.
Vivíamos en un hogar un tanto extraño, pero éramos felices. Hasta que un día, todo cambió. Volvíamos de visitar a mis abuelos; mi madre y yo en el auto, mientras mi padre conducía con su habitual seguridad. La oscuridad se cernía sobre nosotros y, de repente, una explosión estremeció el vehículo. El caos se desató en un instante: llamas, gritos, el cuerpo inerte de mi madre. Me había golpeado la cabeza, pero en medio del shock, mi mente se nubló. No podía ver, pero sí percibir la presencia de figuras misteriosas con máscaras extrañas, que se acercaban amenazantes.
Mi padre, siempre mi protector, luchó con todas sus fuerzas, empujando a uno de esos seres que trataba de atraparme. La máscara se rompió, revelando algo aterrador detrás, pero no tuve tiempo de asustarme, porque la escena se volvió aún más caótica. Monstruos gigantes rodeaban a mi padre, quienes no parecían de este mundo. Su valentía era palpable mientras se interponía entre esos seres y yo. Sin embargo, lo siguiente que recuerdo es la oscuridad, el silencio, y al despertar en una camilla de hospital.
Pasé tres días en coma. Cuando finalmente abrí los ojos, vi a mi madre, quien me reveló la peor noticia de todas: mi padre había muerto en la explosión. Su rostro estaba lleno de dolor, pero yo no podía aceptar la realidad. No, él no había muerto; aquellos seres se lo habían llevado. Mi madre, angustiada, intentó consolarme, pero mi corazón se aferró a la esperanza. La tristeza llenó el ambiente durante el funeral. A pesar de las lágrimas y el duelo, una chispa de ira y coraje se encendió dentro de mí, sabiendo que la verdad estaba oculta tras esa fachada de tristeza.
Diez años después, aún vivíamos en Phobisville, el pueblo donde mi padre y yo habíamos crecido. Aquella noche, mientras me acomodaba en mi cama, rodeada de mis libros y de mi gato, escuché un sonido extraño cerca de la ventana. Asomándome, solo vi la oscuridad, pero mi gato estaba alerta, como si supiera algo que yo ignoraba. Decidí dejarlo salir por la ventana, confiando en su instinto.
A la mañana siguiente, mientras me preparaba para la escuela, mi madre me recordó que era el aniversario de la muerte de mi padre. Me negué a quedarme a desayunar con ella, insistiendo en que no quería llegar tarde. Era un ritual que ambos llevábamos en silencio, una manera de sobrellevar nuestra pérdida. En la escuela, un compañero me invitó a un maratón de películas de terror, pero lo rechacé, recordándole a todos que ese día era especial. Sin embargo, la atmósfera del pueblo me resultaba extraña, como si algo estuviera a punto de suceder.
Al regresar a casa, noté que el pueblo estaba inusualmente vacío. En la distancia, vi a un hombre con sombrero y gabardina que me observaba. Sentí un escalofrío recorrerme y decidí cambiar de dirección. Sin embargo, al darme cuenta de que me seguía, corrí hacia un callejón. Ahí, en un instante de pánico, lo confronté, gritando: "¿Quién eres y qué quieres?". Agarré un tubo metálico, lista para defenderme, y lo lancé hacia él. Pero, al acercarme, descubrí que no era humano; era una criatura sin ojos, con un cuerpo espinoso que se retorcía como si no tuviera huesos.
Cuando la criatura se lanzó hacia mí, un destello de furia me iluminó: era mi gato, pero no el que conocía. Tenía una enorme boca llena de dientes afilados y garras que relucían en la penumbra. "¿Eres estúpida? ¿Qué haces aquí?", me gritó. Antes de que pudiera responder, me desmayé. La oscuridad me abrazó de nuevo.
Desperté en mi cama, pensando que había sido una pesadilla. Pero una voz resonó en mi mente: "No fue una pesadilla, mi querida, fue una fobia". Abrí los ojos y vi a un ser extraño, que se presentó como "Lápiz", el maestro de ceremonias del mundo de las fobias. Su sonrisa enigmática y su mirada penetrante me hicieron cuestionar mi cordura.
"¿Quieres saber la verdad sobre lo que pasó con tu padre?", me preguntó. Asentí, mi corazón palpitando con la mezcla de miedo y esperanza. "Vamos, a lo más profundo de tu mente. Allí es donde se esconden tus más profundos miedos", dijo, abriendo un portal.
Con determinación, sabía que debía enfrentar la verdad, no solo sobre la desaparición de mi padre, sino sobre mis propios temores. Y así, descendí por las escaleras del subconsciente, preparándome para enfrentar el mundo de las fobias, donde cada sombra podría revelar un nuevo horror, pero también una nueva verdad.