Meditaciones en un pozo

0 0 0
                                    

​En la oscuridad de un bosque, se erguía una diminuta cabaña de madera, de chimenea alargada. En el patio trasero se hallaba un viejo pozo. Dentro flotaban los restos del hambriento Iraco, quién aún no perdía la conciencia.​
​ El lobo se aferraba persistente a su memoria. Cuando intentaba recordar,  presenciaba impotente cómo sus recuerdos se esfumaban. Cuando se fueran los últimos, no quedaría nada de él. Pero conservaba las últimas semanas. Con suficiente concentración rastrearía un recuerdo decoroso y lo habitaría por siempre.​
​Volvió a la época en que vigilaba aquella cabaña, donde la anciana Dorotea  se había mudado para vivir sus últimas semanas con. Tal elección fue provocada por su  necesidad mezquina de avergonzar a su hijo y esposa. ¿Cómo es que una familia decente abandona en el bosque a su matriarca en el otoño de su vida, cuando se le debe mostrar gratitud? Fantaseaba alegre sobre las posibles murmuraciones.
​Delirante, pasaba los días soñando con todo lo que se merecía. Usaba sus pulmones para quejase, insatisfecha, porque se le daba poco. Habilidosa, había sujetado por años el corazón de su hijo sin asfixiarlo, para que le cumpliera sus caprichos problemáticos. Cuando Iraco la escuchó por primera vez, ni supo lo que dijo. Solo se intoxicó con su veneno envuelto en algodón. Lo tomó como lo que era, una invitación. ​
​Iraco eligió una vida elegante. Espió a los humanos en su juventud y asimiló el aprecio por ese ornato inútil llamado deseo. Dejó de ser del montón. El cazador salvaje típico come para alimentarse. No necesita que el placer convenza también a su mente. No se obsesiona ni despilfarra su tiempo, a diferencia de Iraco, quien incurría en lujos como ignorar presas fáciles de cazar. El cazaba también, momentos perfectos.   

​​​​

​Tiempo atrás, cuando vigilaba a Dorotea con sigilo, se preguntaba con curiosidad si ella reconocería en él, a un semejante. Ahora meditaba desde el pozo que hubiera sido conveniente evitar su masacre, pues el sabor putrefacto de la anciana no abandona su boca. Se avergüenza de haber merodeado tanto, solo por creer que una mujer tan retorcida como él, era una presa digna. Quizás lo era, pero no a nivel gastronómico. ​
​La esperó por semanas, aullando a la luna cada vez más cerca para aterrorizarla. Escuchó encantado una conversación en que ella, aterrorizada, le pedía a su hijo que le ayudara a trasladar sus pertenencias de vuelta al pueblo, para lo cual, por supuesto, ya era demasiado tarde. Iraco la había seguido todos los días, mucho más cerca de lo que ella jamás se hubiera imaginado, así que conocía su rutina de memoria. ​
Cuando sus familiares retornaban al pueblo, Dorote se asomaba  por la ventana de la cocina para verlos marchar. Entonces, él la codiciaba. Gozaba leyendo su rostro oscurecido por la rabia amargada Él se mostraba, descarado. Sabía que ella sería incapaz de notar su presencia, poseída como estaba por su emoción venenosa.​
​Una tarde, el viento le trajo una canción absurda. Inmediatamente después, la dueña de la voz lo atrapó con su belleza de escolar, su cara tersa, los ojos enormes y su pelo negro sujeto en una cola de caballo. Cubría su cuerpo con una caperuza roja que la cargaba con una sensualidad prohibitiva, por el frío. ¿Seduciría? Lo conseguía hasta sin querer, dedujo Iraco. Pero su andar torpe le indicó que la chica ignoraba su poder. ​
​Debía tener dieciséis años. Más allá de su placentera belleza física, lo que le cautivaba de ella era su vitalidad. ¡Se veía alegre como una canción!​​
​ Vio que la chica volvía al pueblo. Sin demasiada ceremonia, atacó a Dorotea mientras realizaba su ritual contemplativo en la ventana. En ese momento no estuvo pendiente de su sabor, pues su mente estaba enfocada en una nueva prioridad. Limpió acelerado sus despojos, se vistió con su camisa larga y se recostó en la enorme cama.

​​

Iraco barruntaba distintas teorías sobre la personalidad de Caperuza. Estaba intrigado por su juventud inocente y no dejaba de atribuirle innumerables cualidades. La había visto poco y de lejos, pero contaba al menos con su cariño de nieta.​
​Estaba preparado para que la chica sufriera un sobresalto al percibir nuevos detalles. Confiaba en poder tranquilizarla. Para ganar tiempo, la saludó lánguido desde la cama, con los ojos entrecerrados para mirar su cara e informarse. Para su incredulidad, Caperuza apenas le prestó atención. Tal vez tenía un mal día, pensó el lobo. Sin desanimarse, intentó un acercamiento juguetón, para iniciarla en el juego mental del miedo y la duda.

- Hola abuela...te traje sopa...-
- Acércate, Caperucita linda, tienes frío-El la quería cerca.
- De acuerdo, abuela-
- ¿Ya ves que tengo ojos muy grandes?-
- No abuela, están como siempre, no te preocupes – contestó Caperuza, rehuyendo incómoda la mirada.
- Toma mis mano – El lobo, algo impaciente, le entregó su pata peluda. -¡ Crecieron mucho!-
- Tus manos son hermosas, abuela- contestó hastiada.
- Mira, ¡Qué dientes tan grandes tengo!- ya descarado, el lobo dejó abrió las fauces para exhibir dos filas de gigantescos dientes llenos de saliva.
- Sí, abuela, te preparo una sopa y me voy, porque estoy apurada- Se dirigió a la cocina.
​Iraco planificó horas y horas un astuto plan a partir de la información disponible. Mientras, la habitación se llenaba de sombras. Caperuza no llegaba, así que el lobo caminó con sigilo hasta la cocina, donde se encontró con ráfagas de aire y una sopa helada. No pudo evitar que la furia trepara su pecho, hasta el punto de que le costó respirar. La indiferencia glacial de la pequeña  Caperuza le estaba afectando de una forma demasiado personal y  se sentía despreciado. ​

​El recuerdo de Iraco sobre esta situación es vívido: el color verdoso de la sopa, la larga espera aguantando las ganas de preguntar que pasaba en la cocina, la camisa de dormir, celeste con vuelitos, sus expectativas románticas sin reconocer, todo se conservaba en ese lugar del cerebro que trabaja a nuestro servicio reviviendo momentos humillante mediante la exageración de detalles. Iraco prefería usar sus últimos minutos de conciencia aguantando la respiración, que atorarse en estos mecanismos ruines.​
​Finalmente, perdió la paciencia elegante que alguna vez lo caracterizó y se encaminó hacia el pueblo en línea recta. Hasta un simple cazador  le hubiera advertido que entrar al pueblo exhibiendo poder depredador era una tontería descomunal; allí los humanos estaban aglutinados y contaban con palos y cuchillos.​
​ Afortunadamente, no se cruzó con nadie. Ponto se enteró de la razón: todos los aldeanos estaban reunidos alrededor de una fuente, en el centro del pueblo. Un hombrecillo pequeño anunciaba el asesinato de la anciana Dorotea, una buena mujer que merecía ser enterrada, pese a que nadie había podido localizar su cuerpo frágil. Había sido el lobo, porque un humano no sería capaz de algo tan espantoso. Un leñador llamado Juan se paraba frente a todos, alzando su hacha para que los aldeanos entendieran que él los protegería. Dio aviso de ya era muy tarde, pero mañana en la mañana, se internaría en el bosque, y no saldría hasta dar muerte al peligroso animal.​
​Iraco miró el espectáculo general, con ánimo curioso. La multitud  vitoreaba con energía a Juan, mientras una chica de cabello negro  miraba toda la escena con poco interés. Era Caperuza, arropada en un vestido blanco.  Juan ignoraba la multitud, buscando insistente la atención de su ángel apático. ​
​Iraco entendió entonces que el leñador, un hombre amable que se preocupaba por todos los animales, estaba determinado a vaciar el bosque, con tal de conseguir un momento de conversación con Caperuza. Debía asustarse, tal vez huir, pero el hacha, como luna plateada contra el atardecer, también era un desafío excelente.  Tenía dos días para enfrentarse con el leñador, y la posibilidad de perder era importante. La emoción de Iraco tenía raíces más hondas que su gusto por el desafío. Como todos los depredadores, acarreaba en su interior el anhelo de ser depredado. ​
​La luna cortó con su filo el límite entre la  noche y la aurora. Iraco, ya despedazado,  intentaba discernir si se trataba del hacha que brillaba cegadora esa tarde en el pueblo.   En su forma menguante, lo confundía con su forma letal y sentía miedo, porque creía que estaba cayendo cortante sobre él. Se colaba en su pecho un hálito frío que lo hacía olvidar un poco que estaba muerto. No estaba seguro de querer habitar este recuerdo, por excitante que hubieran sido las expectativas previas, así que como un soplo, se fue. ​
​El pozo se cubrió de hiedra y el pasto. Muchas mañanas borrarán los pasos de Iraco, Otra noche más, la luna menguante proyectaría su sello espectral  en el agua del pozo, pero no brillaría para nadie. 

​​​​​​​​​Gaviota cantarina

You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: Sep 24 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

Meditaciones en un pozo Where stories live. Discover now