Claudia se despertó con una sensación de quietud que no recordaba haber sentido en semanas. El sol de la mañana bañaba la sala con una luz suave, y su cuerpo, aunque pesado y cansado, se sentía extrañamente en paz. No fue hasta que abrió completamente los ojos que se dio cuenta de la escena a su alrededor. Jesús estaba dormido a su lado, una mano descansando sobre su vientre, como si se asegurara de mantener contacto constante con el bebé, incluso en sueños.Por un momento, simplemente lo observó. Había algo tan tierno en esa imagen, en la manera en que él, sin decir una palabra, había aceptado y abrazado su nueva vida juntos. Jesús había estado allí en cada paso del camino: en los días difíciles, en los momentos de duda y en las pequeñas alegrías cotidianas que venían con la espera del bebé. Pero ahora, mientras lo miraba dormir, Claudia sintió una necesidad profunda de estar sola, de procesar todo lo que había pasado en esos meses.
Con mucho cuidado, retiró su mano de su vientre y se deslizó fuera del sillón. El peso del embarazo de siete meses ya se hacía sentir en cada movimiento, pero había aprendido a adaptarse. Se levantó lentamente, asegurándose de no despertar a Jesús, y caminó hacia el balcón, donde el aire fresco de la mañana la recibió como un susurro de alivio.
El balcón se había convertido en su refugio. Cada vez que sentía que el peso de las expectativas o las preocupaciones era demasiado, se sentaba allí, mirando la ciudad extendiéndose bajo sus pies, perdiéndose en el horizonte. Y aunque amaba compartir esos momentos con Jesús, en ese instante sentía que necesitaba enfrentarse sola a las emociones que la inundaban.
Se acomodó en la silla de mimbre que tantas veces había usado en los últimos meses, colocando una almohada bajo su espalda para encontrar una posición más cómoda. Cerró los ojos y dejó que la brisa le acariciara el rostro. Sus pensamientos la llevaron inevitablemente al bebé. Habían pasado tantas cosas desde el momento en que decidieron intentar formar una familia, tantos altibajos, que ahora, estando tan cerca de la meta, sentía una mezcla abrumadora de felicidad, miedo y anticipación.
Tocó su vientre, donde el bebé se movía suavemente bajo sus manos. Era una sensación que nunca dejaría de sorprenderla, esa pequeña vida creciendo dentro de ella. En esos momentos, cuando estaba sola y en silencio, el milagro de la vida parecía aún más real.
—Ya casi estás aquí —susurró, dirigiéndose al bebé—. No puedo esperar para conocerte.
Se quedó en silencio un momento, acariciando su vientre mientras sentía los suaves movimientos del bebé, como si le estuviera respondiendo. Había días en los que la ansiedad de no saber qué les deparaba el futuro la inundaba, pero también estaban esos momentos como este, donde todo parecía claro, donde todo parecía encajar.
Claudia empezó a recordar cómo había sido el último año. Desde que ella y Jesús habían comenzado a intentarlo, la montaña rusa emocional había sido intensa. Las pruebas fallidas, los días de dudas, las noches en las que ambos se aferraban el uno al otro sin saber si sus deseos se cumplirían. Y luego, cuando finalmente sucedió, cuando las pruebas dieron positivo y el médico confirmó que estaba embarazada, todo cambió. La alegría fue instantánea, pero también lo fue la presión de lo que significaba traer una nueva vida al mundo.
Su mente regresó a esa pregunta que se hacía en silencio cada día: ¿Sería suficiente? ¿Sería capaz de ser la madre que su hijo o hija necesitaba? Sabía que Jesús estaría allí, que él sería un padre amoroso y protector, pero ella no podía evitar sentir que debía estar a la altura, que debía ser perfecta de alguna manera. A lo largo de su vida, había sido una mujer fuerte, decidida, acostumbrada a resolver problemas, a tomar decisiones difíciles. Pero ser madre… eso era algo completamente nuevo.
—Espero que puedas perdonarme si me equivoco a veces —murmuró, sintiendo una pequeña patadita en su vientre como respuesta—. No siempre sabré qué hacer, pero te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que seas feliz.
La brisa fresca del balcón la envolvió de nuevo, y Claudia se permitió unos minutos más de reflexión. El peso de las expectativas, la responsabilidad de ser madre, le caían encima como una nube espesa, pero también había una luz dentro de ella, una luz que crecía cada vez que pensaba en el bebé, en cómo su vida cambiaría para siempre en unas pocas semanas.
Perdida en sus pensamientos, ni siquiera se dio cuenta de que había pasado más tiempo del que imaginaba. Los suaves sonidos de la ciudad comenzaron a llenarla de nuevo, pero sus pensamientos aún flotaban en ese espacio entre la duda y la esperanza.
Fue entonces cuando escuchó el crujido de pasos detrás de ella. Giró la cabeza y vio a Jesús en la puerta del balcón. Sus ojos aún mostraban signos de haber estado durmiendo, pero había una ternura inconfundible en su mirada. Caminó hacia ella en silencio, deteniéndose solo para besarle la frente antes de sentarse a su lado.
—¿Por qué no me despertaste? —preguntó en voz baja, su tono cálido, sin reproche.
—Estabas tan tranquilo… —respondió ella, sonriendo ligeramente—. Quise darte un momento de descanso.
Jesús le devolvió la sonrisa y tomó su mano. La calidez de su toque siempre la tranquilizaba, pero sabía que no podía ocultar lo que estaba sintiendo. Él la conocía demasiado bien para dejar que algo pasara desapercibido.
—Estás pensando demasiado —dijo suavemente, acariciando sus dedos con los suyos—. Puedo verlo en tus ojos.
Claudia suspiró. Sabía que no podía guardarse esos pensamientos para sí misma. Siempre había compartido todo con él, y ahora no sería la excepción.
—No puedo evitarlo, Jesús —admitió—. Pienso en lo que viene, en lo que será ser padres… Y me pregunto si estoy lista, si seremos lo suficientemente buenos para nuestro hijo.
Jesús la miró con ternura, acercándose un poco más a ella. Siempre había sido su ancla, el que lograba calmar sus tormentas internas. Se inclinó hacia adelante y, sin soltarle la mano, puso su otra mano sobre su vientre, donde el bebé se movía lentamente bajo su piel.
—Claudia, escucha —dijo, su voz calmada, pero firme—. Nadie está completamente preparado para esto. Ni tú, ni yo, ni cualquier otro padre en el mundo. Pero lo que tenemos es suficiente: tenemos amor, tenemos paciencia y tenemos el uno al otro. Todo lo demás lo aprenderemos en el camino. No tienes que ser perfecta. Solo tienes que ser tú, y eso ya es más de lo que nuestro hijo necesita.
Claudia sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. No era tristeza, sino una mezcla abrumadora de amor y gratitud. Sabía que tenía razón. No necesitaba ser perfecta, solo presente, solo auténtica. Y con Jesús a su lado, todo parecía más posible, más manejable.
—Gracias —susurró, apretando su mano—. De verdad, gracias por estar aquí, siempre.
Jesús sonrió y, con la misma ternura de siempre, se inclinó para besarla en los labios. Fue un beso suave, lleno de promesas no dichas, de amor incondicional, de certeza en medio de la incertidumbre.
Cuando se separaron, el bebé se movió de nuevo, como si también quisiera ser parte de ese momento. Ambos rieron, compartiendo esa pequeña señal de vida que siempre les devolvía la perspectiva.
—Nuestro pequeño ya quiere unirse a la conversación —bromeó Jesús, colocando sus labios cerca del vientre de Claudia—. Hola, pequeño. No te preocupes, todo va a estar bien. Te esperamos con muchas ganas. Tu mamá es increíble, y no puedo esperar a que la conozcas.
Claudia observó en silencio, mientras una paz profunda se instalaba en su corazón. En ese balcón, con Jesús y su bebé, supo que lo único que necesitaba era amor, y eso, lo tenía de sobra.
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Caminos Paralelos: El Amor y la Búsqueda de Claudia y Jesús
AcakClaudia Sheinbaum y Jesús María Tarriba, dos estudiantes de física que se conocen en la Facultad de Ciencias de la UNAM en la década de los 70. A lo largo de un año y medio, su relación florece mientras comparten su pasión por la ciencia y sus sueño...