Capítulo XII

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Dos días después de la boda, un grandioso torneo se celebraba en honor al nuevo rey y su reina, atrayendo a caballeros y señores de todos los rincones del mundo. Los estandartes de las grandes casas ondeaban sobre los pabellones multicolores que rodeaban el campo de justas. El sonido de las armaduras resonaba en el aire mientras los caballeros ajustaban sus lanzas y escudos, listos para el espectáculo. Pero para Rhaenyra, aquel día no era más que otro recordatorio de su encierro, de la prisión dorada en la que ahora vivía con una corona que pesaba tanto como su angustia.

Sentada en el palco real, con los nobles inclinándose para felicitarla a cada paso, Rhaenyra se sentía atrapada entre las miradas. Sabía que cada felicitación escondía murmullos de compasión o burla. Todos debían conocer la verdad: su matrimonio con Daemon no era más que un trato oscuro, un acuerdo sellado para que nadie cuestionara su reinado. Ella era la hija del derrocado rey Viserys, Daemon, era el rey que por fin tenía la corona. 

 Rhaenyra era consciente de que, pese a las joyas que adornaban su cuerpo y el espléndido vestido que cubría sus heridas invisibles, no era más que una prisionera.

A su lado, Aemma observaba todo con una mezcla de tristeza y culpa que no podía ocultar, aunque intentara mantener la compostura. Sabía que Rhaenyra estaba viviendo un tormento del que no había escapatoria, y que ese matrimonio, sellado ante los ojos del reino, no podía deshacerse. Su hija había sacrificado su libertad, su futuro, todo, por salvarla a ella. Aemma lo sabía y ese peso la atormentaba. Ver a Rhaenyra allí, sentada con esa corona que nunca deseó, la llenaba de una profunda aflicción.

Pero, como reina caída y madre, Aemma también sabía que no podían mostrar debilidad, no allí, bajo los ojos vigilantes de la corte. Las justas estaban por comenzar y la expectación en el aire era palpable. El bullicio, las risas y el clamor de la multitud parecían una cruel ironía frente a la tragedia personal que ambas vivían en silencio.

Aemma, viendo la tensión acumulada en el rostro de su hija, notó cómo Rhaenyra tensaba los dedos sobre el borde de su asiento, luchando por no sucumbir al abrumador peso de la situación. Disimuladamente, Aemma alargó la mano y tomó la de Rhaenyra, apretando con suavidad. Sabía que no podía hacer mucho por ella, pero al menos podía intentar calmarla en ese momento.

—Mantente fuerte, querida —susurró Aemma, su voz cargada de una tristeza resignada. Era la única forma de sobrevivir a todo aquello. Rhaenyra la miró, buscando en los ojos de su madre algo de consuelo, aunque ambas sabían que el tormento no tenía un fin cercano.

Rhaenyra respiró hondo, sintiendo la presión suave de la mano de su madre en la suya. Ese pequeño gesto era suficiente para mantenerla en pie, al menos por ahora. Ella asentía, aunque por dentro estaba rota. Sabía que no tenía otra opción. Daemon era ahora su marido, y ningún poder podría deshacer lo que ya estaba hecho. Un matrimonio como ese era inquebrantable.

Aemma también comprendía que no había otra salida. Por mucho que quisiera liberar a su hija, ambas estaban atrapadas en un destino sellado. Mientras los caballeros se alineaban para las justas y la multitud vitoreaba, Aemma veía a Rhaenyra esforzándose por no dejarse llevar por el miedo y la desesperación. Se sentía impotente, pero aun así, hacía lo posible por estar a su lado, ser su fortaleza en medio de todo aquel caos.

Las risas y el bullicio de la multitud continuaban como si la tragedia de la reina y su madre no fuera más que una sombra insignificante en medio de una celebración grandiosa. Pero, en el corazón de Rhaenyra, todo se sentía vacío, sin sentido, mientras los vítores seguían resonando, celebrando algo que para ella solo representaba un futuro lleno de sombras y cadenas.

La Jaula del Dragón (Dark Daemyra)Where stories live. Discover now