Bienvenidos a Mirmanda

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Lisi admiraba la ciudad que se alzaba ante ellos, el contraste de la piedra blanca y los tejados de un rojo cercano al color de las rosas era sobrecogedor, como sangre sobre nieve. El sol se reflejaba en los grandes ventanales que decoraban las largas paredes, el arcoíris de colores casi cegador. Era difícil para la princesa decidir donde posar su mirada, había tantos lugares bellos que llamaban su atención: los puentes por donde cruzaba un gran río de un azul casi translúcido que jamás había visto; las dos torres que protegían el lado este, que nacían en el suelo y daba la impresión de que rozaban el mismo cielo, y una tercera ubicada al lado oeste, que parecía flotar en el aire; las inmensas montañas que custodiaban la ciudad, aquella que se erigía como una pirámide, hasta culminar en un pequeño castillo, donde moraba Astarté con su corte. La adolescente suspiró, Mirmanda le pareció un lugar extraído de cualquier cuento infantil. —¿Por qué nos has hecho bajar? —preguntó con curiosidad Rigo. —Por respeto. —Al ver la confusión en sus rostros, Amaya agregó—: Según las historias, todas las hadas comparten un miedo atroz a los caballos. ¿No os preguntáis por qué hay tantas escaleras? Eso obliga a cualquier aventurero a desmontar y subir andando escalinatas si desea adentrarse en la ciudad. —¿Por qué los temerían? —Se añadió Lisi a la conversación. —¿Qué habéis leído sobre las hadas? —No mucho, solo que su hogar es Mirmanda. Pasaron el puente, dos hilos de rosales indicaban el camino hacia la ciudad. Por todo el lugar, el rojo se entremezclaba con la naturaleza, plasmando un escenario fatuo ante los ojos de cualquiera. La unión del blanco junto al rojo se robaba toda la atención, haciendo desvanecer la naturaleza que la rodeaba, incluso si gracias a ella la ciudad gozaba de una gran protección. La belleza superficial de aquel lugar hacía contraste con la situación en Miramello, donde la gente batallaba por alimentarse. Amaya frunció el ceño y recordó la pregunta, fue a responderla, pero un carraspeo los sorprendió. Los cuatros se tensaron, ninguno había escuchado a nadie acercarse. De repente, seis hadas se presentaron ante ellos, con las alas entendidas en su máximo esplendor, y descendieron hasta posar sus pequeños pies en el suelo. «Hora del juego político», pensó la eathel.Todas las hadas menos quien lideraba la comitiva vestían atuendos de batalla, sostenían lanzas tan afiladas que podrían cortar una gota de lluvia. Muchas criaturas subestimaban a estos seres por su altura, solo un poco más altas que un niño cuando habían alcanzado su plenitud; pero no conocían su rapidez y agilidad ni el intenso entrenamiento a los que Astarté —preocupada porque le arrebataran su hogar— les obligaba a participar desde temprana edad. El miedo de la diosa no era irracional, llegar a un acuerdo con otra deidad no significaba poder confiar en que los demás siguieran el mismo ejemplo, no había lealtad entre ellos, solo se podía confiar en los tratos y promesas que los unían.El líder de la comitiva se adelantó al resto y se acercó al grupo de viajeros. Cuando solo los separaban cinco pasos, se detuvo y se inclinó. —Es un placer dar la bienvenida a la heredera de Tarsilia y... a sus acompañantes. —Entonces el hada se fijó bien en Amaya—. Una muy especial, supongo que nuestro visitante no se equivocaba. —Sus ojos claros volvieron a Lisi—. Alteza, ha conseguido reunir un grupo excepcional. ¿Aunque no faltan algunos acompañantes? La sorpresa se filtró en los rostros de los humanos, descompuestos por toda la información que el hada conocía. La curandera, al contrario de sus compañeros, no mostró sus sentimientos. Las hadas sabían leer las expresiones y conservaban aquellos datos para aprovecharse de ellos en el futuro, eran taimadas y astutas, en tiempos pasados fueron de las mejores espías junto a las painher.—¿Y vuestro visitante posee nombre? —preguntó Amaya. El hada volvió a enfocarse en ella. —Astarté os espera —añadió ignorándola. Luego agregó—: Ella responderá vuestras preguntas.—Entonces llevadnos ante ella. —Por favor —completó Lisi, ganándose una mirada exasperada de la curandera—. Al menos, ¿podéis decirnos vuestro nombre? Vic y Rigo esperaban en segundo plano, con sus manos cerca de las armas por si la situación se tornaba peligrosa, acostumbrados a estar en esa posición cuando Lisi ejercía como princesa en la corte. El hada se inclinó de nuevo, ahora con una sonrisa en el semblante. —Mi nombre es Nahia, una de las siete representantes de Astarté. Y será un placer llevaros ante mi diosa, aunque vuestros caballos deberán permanecer en el establo, que construimos para las visitas. —Está bien, la seguimos. Las hadas dieron media vuelta y volvieron a alzar el vuelo, avanzaban a solo medio metro del suelo. Lisi los siguió y Vic con la mirada le ordenó al adolescente que la siguiera mientras él se acercaba a la bruja. Le golpeó el hombro. —Creo que deberíamos dejar que ella trate con la corte de Astarté, la han preparado para ello desde que nació. —La prepararon para tratar con traicioneros y superficiales humanos, no para criaturas superficiales y traicioneras —aclaró Amaya, su tono se tornó grave por el rencor—. Recuerda que vamos a encontrarnos con una diosa que vendió a las criaturas del territorio que consiguió por traicionar a la deidad por la que estamos en este lugar. No le confiaría ni mi pañuelo de tela a ningún dios, por muy inofensivo que parezca, pero Astarté... ella dejó a las criaturas que debía proteger a merced de Epona, que permite que sus adoradores masacren a aquellos que no son como ellos. Astarté es tan culpable de sus muertes como la otra diosa. Por muy inofensiva y noble que desee parecer, toda su piel está cubierta de sangre y ninguna cortesía podrá borrarla. Vic no apartó la mirada de la eathel, el odio se filtraba en su expresión, en sus palabras. Para él los dioses eran una realidad a la que rezar, invisible, seres que existían solo en los libros, estaban ahí, simplemente un nombre al que suplicar ayuda o misericordia, nunca habría imaginado estar un día delante de uno de ellos, tampoco odiarlos con fervor como le sucedía en ese momento con Epona y Amalur, incluso si llevaba rezando a la primera desde que tenía uso de razón. Se preguntaba cómo podían valorar tan poco la vida del resto de las criaturas y guardaba un poco de ese desprecio para él, por haber asumido las mentiras y el rechazo a seres que igual que los humanos albergaban sentimientos y no eran representaciones de la gran maldad del mundo. —¿Por qué Epona permite a los humanos atacar al resto de criaturas? —le preguntó el escolta mientras el séquito de hadas los dirigían al establo, todavía alerta, lo suficientemente cerca de los adolescentes por si se trataba de una trampa. —Porque ella no las creó. Vic quiso decir algo más, intentó hilar sus pensamientos, pero no fue capaz, las palabras de la joven habían sido tan contundentes que no sabía cómo continuar la conversación y su conocimiento sobre los dioses era tan escaso que se avergonzaba de él, así que agradeció que las hadas no hubieran construido el establo demasiado lejos. Nahia se detuvo y les indicó las caballerizas. Rigo pensó que a duras penas a eso se le podía llamar caballeriza, tres paredes con anillos de metal colocados a lo largo del tabique principal, sin puertas ni tabiques que separan estancias ni puertas, cualquiera podría llevarse a los caballos. —Al menos, tiene tejado —murmuró para sí. Lisi ahogó una risa. Los dos adolescentes se miraron y apartaron la vista rápidamente, temerosos de perder las formas que a ambos les correspondían. Vic negó con la cabeza, no había escuchado las palabras de Rigo, pero sabía que estaban fuera de lugar para provocar esa respuesta en la princesa.El hada esperó pacientemente que los recién llegados dejaran a sus animales, pero ninguno dio ningún paso, mirando con escepticismo la construcción que tenían delante de sus ojos. Al ver que no había movimiento de su parte, Nahia alzó una ceja antes de comentar: —Ninguno de los nuestros se acercaría a ellos, estarán protegidos. —Sus palabras no tuvieron mayor éxito que el gesto anterior—. Si quieren ver a Astarté, no existe otro modo. ¿Debo jurar por la seguridad de vuestros caballos? Amaya se encogió de hombros. La representante de la diosa bufó y, cuando se percató de que ninguno de los otros tres tampoco se iba a pronunciar, procedió a prometer a dar su vida si algo les sucedía a los caballos. Con dicho juramento, aún recelosos, caminaron hacia las caballerizas. Tranquilizaron y se despidieron de sus compañeros de viajes, la eathel se entretuvo más que el resto, acarició a Mort y regó un par de besos por su piel. Luego se encaminó hacia la comitiva. Las hadas alzaron el vuelo y comenzaron el ascenso, las criaturas sin alas las siguieron unos metros por detrás, el castillo parecía mucho más lejos y alto desde esa perspectiva, los escalones parecían infinitos a sus ojos. La vista era imponente. Lisi iba delante, seguida de sus dos escoltas, mientras que Amaya se quedó atrás para obtener una buena visión de ellos por si se torcían las cosas. Consciente de que la presencia del falso heredero no era algo que debían permitirse olvidar, si había llegado hasta aquel lugar, no iba a rendirse cuando estaba a punto de alcanzar el objetivo. Y, aunque Astarté no permitía la muerte excepto en torneos o luchas con su permiso, los humanos no eran famosos por seguir las reglas. —Rigo, estate atento, ella es tu prioridad, tu responsabilidad —le recordó Vic mientras comprobaba sutilmente que todas sus armas estaban en su lugar—. No sabemos quién nos espera en el castillo, puede que lo conozcamos, nadie sin poder habría llegado hasta aquí, no dejes que tus emociones te superen, ya no es Lisi, es la princesa heredera de Tarsilia, y tú eres su escolta, su primera línea de defensa, no lo olvides. ¿Entendido? —Entendido —repitió el adolescente mientras preparaba sus barreras, su rostro se volvió impasible, sus rasgos infantiles habían desaparecido en su totalidad, la seriedad los había barrido.Aquella era su misión, su propósito: proteger a Lisi por encima de su vida, por encima de la vida de todos, incluso la de su familia. Desde bien pequeño, supo que sus privilegios conllevaban grandes responsabilidades, convivir con la nobleza sin serlo no era un regalo, era una consecuencia de su trabajo. Aprendió a moverse como ellos, a hablar como si hubiera nacido en cuna de oro, a la vez que recibía el entrenamiento de un guerrero, de un soldado; tuvo que mentir y matar a otros por la seguridad de la princesa y seguiría haciéndolo porque aquel era su deber, no era el destino que había escogido, pero sí aquel que aceptó y convirtió en propio: él no custodiaba a la princesa de Tarsilia, él protegía con su vida a Lisi y, mientras su corazón latiese, esa sería su voluntad. La princesa sin perder los modales que le habían inculcado miraba con asombro disimulado la ciudad que se presentaba ante sus ojos, los puestos de comida, las casas, las torres de vigilancia, los gremios; pero, sobre todo, las hadas volando por todos los lados: niños, adolescentes, adultos y de avanzada edad recorrían las calles sin posar sus pies en ellas. Le resultaba fascinante, había muy poca información de estas criaturas en los libros de la biblioteca real, hecho que no le sorprendía, ya que cualquier mención a seres que no fueran humanos era rápida y manchada por el odio y la ignorancia. Contemplaba la belleza de las alas semitransparentes, la luz se reflejaba en ellas, lo que ofrecía una infinidad de colores según la perspectiva. «Preciosas», pensó.La adolescente perdió la cuenta de la cantidad de escalones que habían recorrido, ver el día a día de las hadas había capturado su atención por completo. Alzó la mirada para comprobar la distancia, pero el séquito había reducido la velocidad y solo podía verlos a ellos. Las ventanas que en el momento de cruzar el puente ya anunciaban poseer una gran dimensión, en su ascenso multiplicaban su tamaño, lucían a los ojos de los visitantes imponentes, parecían gritar que no tenían nada que ocultar. Y los tejados —que, desde abajo, parecían conformarse de ese intenso color rojo— reflejaban una gran variedad de tonalidades bajo el sol. Lo único que había sido imperceptible desde la lejanía era la gran cantidad de flora que adornaba desde el suelo con grandes macetas repletas de flores hasta las paredes, donde las puertas y ventanas presentaban dibujos con motivos florales. Las hadas, antes de habitar Mirmanda, vivían en, por y para el bosque, su hogar hasta que Astarté hizo el trato con Epona. La diosa de las hadas intercambió la libertad de la naturaleza por una jaula de oro neutral, habitada principalmente por la especie que pidió, a su imagen y semejanza, a Nathur. Todo había cambiado mucho desde que la diosa de la vida había creado a las distintas razas de criaturas, su sueño de una coexistencia entre todos los seres se había desvanecido incluso mucho antes que ella, su sacrificio había sido en vano. Amaya se acercó a los escoltas. —Escuchadme, pero no os detengáis. —Los dos asintieron sin frenar su ascenso—. Seguro que nos encontraremos partidarios del falso heredero cuando lleguemos al castillo, debéis ignorar sus comentarios y cualquier ataque. —¿Debemos dejar que nos ataquen? —preguntó atónito Rigo. —Sí, Astarté prohíbe la muerte en su ciudad, si ellos hacen el primer movimiento, romperán la ley y las hadas no solo los detendrán, serán encerrados por un tiempo... si no llaman la atención de la diosa. —¿Qué quieres decir? —murmuró Vic, buscando de nuevo inconscientemente sus armas, no le habían gustado nada las palabras de la eathel. —Toda hada es bienvenida a Mirmanda, tiene derecho a permanecer aquí y a una vivienda, el resto de criaturas poseen dos posibles destinos: una rápida visita o una larga estancia, ganada por la curiosidad de Astarté. No es algo muy común, pero podría suceder. Y si la fuente de curiosidad se niega, se le incita a cometer un delito, por lo tanto, no le quedará otro remedio que permanecer aquí hasta que Astarté quede satisfecha. —«¿Delitos?», repitió el escolta mayor—. Mirmanda tiene sus propias leyes, desconocidas para el resto, así que es de suma importancia no actuar sin haber recibido una indicación de ellos, más vale ser prevenidos. No pedirán que Lisi resida aquí, mi maldición hará que no sea deseable; pero vosotros dos podéis llamar su atención y, si rompéis alguna ley, no podré ayudaros. —Tiene razón, las hadas pueden ser muy persuasivas. A los tres les sorprendió la interrupción, buscaron el origen de la voz. Frente a ellos, un hombre de poca estatura, más alto que un hada aunque más bajo que un humano, le ofrecía la mano a Amaya para subir los últimos escalones. La eathel lo observó con curiosidad, no era humano, poseía rasgos similares a las hadas que habían ido a darles la bienvenida, pero sus pies descansaban en el suelo, además, era demasiado alto para ser una criatura de Astarté. Tenía el pelo rizado de un marrón que recordaba a la leña antes de arder y sus ojos parecían amables, había picardía pero no maldad.—Darius, encantado. Soy medio humano medio hada y una de las fuentes de curiosidad de Astarté, como las has llamado. —Trovador, sabes que tienes prohibido salir de palacio sin permiso. El mencionado puso los ojos en blanco y les hizo una referencia: —No comentéis la anchura, altura o color de las alas de un hada, son muy sensibles al respecto. A menos que deseéis permanecer en Mirmanda conmigo. Al darse la vuelta, unas pequeñas alas asomaron por su espalda, demasiado pequeñas para aguantar su peso, de ahí que no volara como el resto. Los humanos se mostraron horrorizados por el hecho de que una diosa pudiera retener a seres vivos por su interés, utilizando leyes desconocidas para mantenerlos prisioneros. Amaya no mostró sorpresa, acostumbrada a las excentricidades de los dioses, igual que los dips, aquello era una muestra más de que para las deidades sus deseos estaban por encima de todos.—¿Acaba de insinuar que mencionar las alas de las hadas es un delito? —cuestionó desconcertado el adolescente—. Si son tan inflexibles, ¿no deberían comunicar sus leyes? —Perderían la ventaja —susurró Amaya. Luego se dirigió a la princesa—: Ten mucho cuidado, alteza. Astarté quiere que se dirijan a ella como reina, no alcéis la voz y sed directas con lo que habéis venido a buscar, cuanto antes consigas la Matrona, antes partiremos. Aunque no agaches la cabeza más tiempo del cortés, no te respetará si le muestras temor. Eres la heredera de Tarsilia. Lisi asintió, no deseaba pensar en lo que iba a tener que hacer con la espada, primero debía hacerse con ella y no menospreciar o insultar sin querer a ninguna de las hadas. Le dio la espalda a sus compañeros de viaje y cogió aire con disimulo mientras contemplaba minuciosamente el castillo, era imponente, mantenía la paleta que el resto de la ciudad, aunque no presentaba motivos florales por las paredes, estas estaban impolutas. La naturaleza se reflejaba en las plantas que rodeaban el edificio y decoraban los balcones, su presencia era menor en comparación con el resto. La adolescente fijó su mirada en Nahia, sus ojos en calma, casi sin vida, sin emoción. Si el hada se mostró sorprendida por el cambio, no lo mostró. La representante movió sus alas hasta que las dos campanas, cada una a un lado de la puerta, oscilaron, a la vez que emitían un dulce y suave sonido. Al instante, se abrieron y una nueva hada apareció. —Bienvenida, alteza. —Alzó la cabeza para clavar su mirada en los demás—. Y bienvenidos. —Luego se dirigió a su análoga—: Habéis tardado más de lo esperado, sabéis que a Astarté no le gusta que la hagan esperar. —Los humanos... —Es tu deber, no el suyo, complacer a tu reina, a tu diosa. Ya hablaremos más tarde, Nahia. El recién llegado avanzó hasta los visitantes, sonrió cuando solo los separaban unos metros, pero no llegó a sus ojos, era una sonrisa impostada, practicada hasta el extremo. Lisi la reconoció, ella también la llevaba puesta. Su ropa era más elegante y con más detalles florales, que la gente de las calles, incluso que la de la representante que les había dado la bienvenida. —Mi nombre es Eiren, es un honor conoceros. —Se mostraba abierto, amable, como si fueran amigos de antaño—. Mostráis más prudencia y modales que los humanos que llegaron antes que vosotros, eso me complace, tratar con ellos no fue agradable, gritaron a nuestra diosa y maldijeron mucho, [punto] nos vimos obligados a llevarnos a algunos a las mazmorras; pero no os preocupéis, estoy seguro de que vosotros no nos forzaréis a repetir dicho castigo, parecéis ser más inteligente que ellos... al menos, sabéis a qué habéis venido. Vic miró a Amaya, que frunció el ceño. «Una amenaza muy sutil», pensó ella mientras comprobaba que el séquito los observaba, captando toda la información posible. Se recuperó rápidamente, no iba a darle nada más. Eiren amplió su sonrisa, cada vez más falsa. —Astarté os espera. Seguidme. Y Rigo entonces comprendió que —a pesar de la bella arquitectura, las flores que adornaban el lugar, las cordiales palabras— estaban entrando en la boca del lobo y rezó a Amalur para que todos salieran igual que como estaban entrando: intactos.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora