Soléfora: Corazón de Girasol

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ESCRITO POR:

ROMAN M. JIMENEZ

Capítulo 1: El encuentro de lo extraordinario

El cielo sobre Soléfora cambiaba de humor más rápido que sus habitantes. Una mañana era azul con pinceladas de oro, y al siguiente instante, un manto violeta lo cubría con nubes que parecían hechas de azúcar morena. La gente lo aceptaba con la misma naturalidad con la que uno acepta que la luna tiene fases o que el café se enfría si lo olvidas sobre la mesa. Era parte del encanto de vivir allí, un lugar donde nada era particularmente constante.

Mara había vivido toda su vida en Soléfora. Desde pequeña, descubrió que las emociones la conectaban de manera peculiar con la naturaleza. Cuando se emocionaba, no sentía mariposas en el estómago; en lugar de eso, girasoles brotaban de su cabello. Al principio, era solo uno o dos tímidos tallos, pero con los años, florecían constantemente. Pero últimamente, algo dentro de ella había empezado a apagarse, y sus girasoles, que alguna vez adornaban su cabeza como una corona, ahora aparecían cada vez con menos frecuencia.

Era un jueves para Horacio cuando llegó al pueblo. A diferencia de la mayoría de los visitantes, que solían llegar por accidente -perdidos entre caminos que aparecían y desaparecían como por arte de magia-, Horacio había buscado Soléfora a propósito. Había oído rumores de un lugar donde el tiempo podía doblarse como un papel, donde los relojes no servían de mucho y donde la lógica decidio no presentarse. Para alguien como él, un relojero cuya vida giraba en torno a los minutos y segundos, aquello sonaba como una extraña liberación.

Horacio no era un relojero común. Desde hacía años, había atado su corazón con una cuerda invisible, una precaución personal que había adoptado después de una experiencia amorosa desastrosa. La cuerda invisible, mantenía su corazón contenido, impidiendo que latiera con demasiada intensidad. Cada vez que había dejado que sus emociones se desbordaran, los objetos a su alrededor comenzaban a desintegrarse en polvo dorado. Así que, para evitar más caos, decidió cerrarse a cualquier cosa que lo hiciera sentir más de la cuenta.

Al entrar a Soléfora, Horacio fue recibido por un espectáculo inusual incluso para él. Las calles, adoquinadas con piedras de diferentes tamaños y colores, parecían moverse lentamente bajo sus pies, como si quisieran ayudarlo a encontrar su destino. El relojero caminaba con cautela, cargando su enorme maleta pero al ritmo de sus pasos, dejándose llevar por los caminos movibles, la maleta comenzó a achicarse convirtiéndose en un maletín. Topó con una posada, que era justo lo que buscaba pero al entrar era un taller de relojes. Pensó que debía ser una broma.

Allí, tras el mostrador de madera gastada, estaba Mara, distraída, mirando por la ventana. Las flores de su cabello apenas asomaban como pequeños capullos, y su expresión reflejaba una calma inquietante, como la de alguien que espera algo sin saber exactamente qué.

-Hola -dijo Horacio, sacudiendo su sombrero para liberarlo del polvo imaginario-. Estoy buscando a alguien que pueda decirme la hora... o algo parecido. -El comentario era un intento de broma, pero su tono era serio.

Mara se giró lentamente, sus ojos cansados pero curiosos. No era común que un forastero hiciera bromas sobre el tiempo en un lugar donde las reglas del reloj eran tan arbitrarias. Casi siempre estaban asustados pidiendo explicaciones.

-La hora aquí es una cuestión de perspectiva -respondió ella, esbozando una sonrisa apenas perceptible-. Pero si buscas relojes, estás en el lugar correcto. Solo que dudo que alguno de ellos te dé una respuesta que te guste.

Horacio soltó una risa suave, un sonido que no solía dejar salir tan fácilmente.

-No estoy aquí por respuestas, en realidad. He oído que este es un buen lugar para dejar que el tiempo se disuelva un poco.

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