Las siete y cincuenta y cinco. En apenas unos minutos la volvería a ver. Sacaría para que viese aquel coctel que me comentó ella lo rico que le salía. Todo estaba listo para observarla, en la distancia. Desde la barandilla de mi balcón aún se podía ver el trozo de cartón en el que me puso su cuenta de Instagram, hace ya unos días, dormido en la intemperie de su mini balconcito.
Cada persona salía a su balcón, a su terraza o ventana, y comenzaba a aplaudir. Durante cinco minutos nos sentíamos parte de algo, algo bueno, algo para ayudar y apoyar a esa parte de la sociedad que se estaba jugando su vida y la de sus familiares dándolo todo por la causa.
Pero luego algo se volvió rancio, feo. Algunos sacaban las cacerolas para protestar contra el gobierno y ahogaban los aplausos para la gente que se estaba dejando el alma en sostener esta civilización. Luego estaban los de la Gestapo, gente que, si no aplaudías o lo hacías sin ganas, te lo echaban en cara.
Eran los mismos que luego te gritaban desde la terraza si ibas sin mascarilla o sacabas dos veces de más a tu perro. Policías de la moral, o envidiosos de la libertad que ellos no gozaban o no se atrevían a realizar. Uno solo podía recordar a la Alemania Federal antes de caer el muro y a la Stasi. Eran tiempos convulsos, raros, donde decían que íbamos a salir mejores, pero salió lo peor de muchas personas.
Hacía unos diez días que me fijé en ella. Estaba sola, como yo. En su pequeña terracita, más bien un mirador, se asomaba al mundo de fuera al que estábamos condenados a ver más que desde detrás de los cristales de nuestras viviendas. Solo los afortunados que tenían perros podían salir. Algunos amigos que tenía quedaban para tirar la basura, y así saludar en persona, previa quedada, a algún ser querido al que solo veían por pantalla. Otros, más canallas, que no les importaba mucho esto del confinamiento, quedaban en los súper, con alguna amiga nueva, y se iban al parquin más recóndito, más reservado y fuera de las vistas de cotillas, para conocerse carnalmente y dejar suelto al animal deseoso de piel ajena que las autoridades decidieron hacer prisioneros en sus propias casas.
Aquellas familias que tenían patios o zonas ajardinadas eran las privilegiadas. Espacio al aire libre, fuera de contagios de extraños. Podían moverse, jugar a algún deporte y correr fuera de un pasillo. No tenían que preocuparse por los peligrosos giros de rodilla tan repetidos entre pared y pared de los cortos pasillos a los que los runners debieron adaptarse para no perder la forma física. Podían, si lo deseaban, notar en su piel la lluvia caer en su rostro sin mascarilla. Para ellas, las salidas con el perro eran más que voluntarias y contadas, a no ser de alguna excepción como las contadas anteriormente.
Los que vivíamos en un bloque de ladrillo y hormigón nos conformábamos con ver a nuestros vecinos por las ventanas. En las comunidades se montaban fiestas de bloque a bloque, mirando y brindando por los huecos acristalados que tenían aquellos modernos castillos donde vive el ser humano actual.
Con mis padres en un hotel en la playa, aislados de toda su familia, con un wifi de pena y sobresaturado de usuarios, apenas podían ver a sus nietos por videollamada, los hijos de mi hermana mayor. Con sus hermanos lejos, algunos hospitalizados con pronóstico reservado, con la mierda de noticias que daban por la televisión, con un Fernando Simón mintiendo en todo sin disimularlo un pelo, mis padres estaban desesperados en aquella habitación de quince metros cuadrados, si llegaba, aunque dando las gracias por la comida que les suministraba el hotel y un aseo privado para ellos solos.
Yo estaba en mi casa familiar, pero solo. Mi trabajo de informático me permitía teletrabajar todos los días. Solo debía evitar ataques a la multinacional que me contrató hace tantos años atrás. Con mi equipo casi siempre en línea, con alguna que otra guardia de noche, no me sentía del todo tan aislado.
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DE VENTANA A VENTANA
Historical Fiction¿Puede una crisis mundial juntar en la soledad de cada casa a dos extraños vecinos? La vivencia de una época que parece tan lejana, pero sigue ahí, sin irse del todo de nuestra memoria