Semanas

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Finn:

El día de la audiencia de la adopción de Gina, que para Andrea y para mí era uno de los momentos más importantes de nuestras vida, no pude acompañarla.

Tenía programada una cirugía que, bajo ninguna circunstancia, podía posponer ni delegar. Se trataba de una operación delicada y extremadamente rara: cirugía fetal. Una disciplina relativamente joven y, por tanto, no siempre conocida o practicada. Sin embargo, tuve la suerte de aprender de uno de los mejores: Joel, quien antes de retirarse se aseguró de transmitirme tanto conocimiento como fuera posible en este campo. Gracias a él, adquirí las habilidades que me permitían hoy intervenir en situaciones tan críticas.

La cirugía fetal es un procedimiento que se realiza mientras el feto aún está dentro del útero de la madre. Se reserva para casos muy excepcionales; apenas 1 de cada 1.000 embarazos llega a necesitar una intervención de este tipo. A pesar de lo poco frecuente que es, su impacto potencial es inmenso. Cuando el bebé sufre de malformaciones graves o enfermedades que podrían ser mortales o dejar secuelas irreparables, nosotros, los cirujanos, podemos intervenir y, a veces, cambiar el curso de su vida antes de que siquiera nazca.

Es uno de los desafíos más grandes y, al mismo tiempo, uno de los mayores privilegios de nuestra profesión.

En esta ocasión, el caso era extremadamente delicado: se trataba de la dilatación de válvulas cardíacas en un feto que, sin la intervención, corría el riesgo de no sobrevivir. Si todo salía bien, podríamos no solo prolongar su vida, sino también darle una oportunidad real de llegar al nacimiento en condiciones que permitieran una intervención quirúrgica una vez nacido.

Normalmente, Elijah habría estado a mi lado en una cirugía tan crítica. Era mi compañero de confianza en estas situaciones. Pero aquel día, debido a sus conocimientos y su área de especialidad me asistía Zoe, quien se había convertido en una excelente profesional, me asistió junto con tres médicos más, incluyendo a Vito Minelli, cuya experiencia y habilidad eran incuestionables.

La cirugía fue larga y estresante, como suelen serlo todas las intervenciones fetales. Cada movimiento debía ser meticuloso, cada decisión, meditada con precisión quirúrgica. La vida de ese bebé dependía de ello, y la presión que se siente en esos momentos es indescriptible.

En cada uno de esos minutos largos y tensos, me concentraba únicamente en el bienestar de madre e hijo. Sentía que el peso del mundo estaba sobre mis hombros, pero, en cierto modo, ese tipo de presión me mantenía enfocado.

Al final, después de horas de tensión, conseguimos lo que habíamos venido a hacer. El pequeño corazón, con sus válvulas tratadas, volvía a latir con una nueva esperanza. Tanto el bebé como la madre salieron del quirófano en condiciones estables.

Habíamos superado la primera gran barrera, pero el camino aún no había terminado. La recuperación y el seguimiento quedarían en manos de Zoe y Vito, y aún quedaban incertidumbres en el aire, como siempre ocurre en estos casos, pero por lo menos ese día, habíamos hecho todo lo posible por darles una oportunidad.

Mientras terminábamos la operación y veía cómo se trasladaba a la madre a cuidados intensivos, pensé en Andrea. En lo que seguramente ella estaría sintiendo en esos momentos, esperando noticias en la sala de audiencia, su corazón latiendo con fuerza mientras luchaba por nuestra hija, la niña que ya considerábamos nuestra.

Aquel día, por más que quisiera estar a su lado, mi lugar estaba en ese quirófano. Sabía que ella lo entendía, pero no dejaba de dolerme no poder compartir con ella un momento tan crucial. La vida de otro bebé había dependido de mí, y ahora la vida de nuestra hija dependía de un juez.

Sencilla dignidad- La liberación de los secretos - Libro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora