El viento gélido de la Cuenca del Sur ululaba entre las almenas de la fortaleza, anunciando el inminente final. Las banderas desgastadas por las tormentas ondeaban con desesperación, como si fueran los últimos suspiros de una era que llegaba a su fin. Villanueva, una vez un bastión de esperanza y honor, ahora era solo una sombra de su antiguo esplendor. Abajo, entre las colinas, las tropas de la Confederación mantenían su asedio, tensando los arcos y preparando la última carga. Dentro de la fortaleza, en el gran salón de piedra, dos figuras intercambiaban palabras entre susurros y ecos.
El Gran Maestre Octavio III, un hombre de cabellos grises y rostro surcado de cicatrices y arrugas, miraba el estandarte de los Caballeros Soleados colgado en lo alto del salón. Sus ojos, apagados por el peso de los años y la culpa, parecían escarbar en los recuerdos de los días de gloria. Frente a él, el joven cadete Ramón Salas, vestido con una armadura que aún no había sufrido los estragos de la batalla, permanecía de pie. Sus ojos brillaban con el mismo fervor con el que soñó un día unirse a la orden. Pero ese brillo ahora se veía oscurecido por la duda, como si se estuviera aferrando a los últimos fragmentos de sus creencias.
El silencio entre ambos se extendió por varios minutos, roto finalmente por la voz grave del Gran Maestre.
—Todo esto —dijo Octavio, apenas alzando la vista—. Todo esto es culpa mía.
Ramón frunció el ceño, confundido.
—Maestre... no entiendo. Usted no ha hecho nada malo.
—No, hijo. Eso es lo que querría creer. Pero he hecho más de lo que imaginas, más de lo que mis manos podrían limpiar aunque las lavara en mil ríos. —Octavio dio un paso hacia la ventana, desde donde se podía ver el campamento enemigo en la distancia—. Durante siglos, nuestra orden fue el escudo de estas tierras. Pero a medida que creció nuestro poder, también lo hizo nuestra ambición. No todos, claro... pero aquellos que teníamos la responsabilidad de mantenernos rectos, fallamos.
Ramón se movió inquieto, buscando las palabras adecuadas para consolarlo, pero el Gran Maestre continuó.
—Cometimos errores, Ramón. Aliamos nuestras espadas con causas egoístas. Alzamos a falsos reyes, deponíamos a otros, no por justicia, sino por oro, tierras, influencia. Lo hicimos bajo el manto de la justicia, pero... en el fondo, buscábamos lo mismo que aquellos contra quienes luchábamos. Poder.
El joven cadete lo miró con incredulidad. Aquellas palabras no encajaban con la imagen que había tenido de la orden desde niño.
—Pero, Maestre... —Ramón comenzó, esforzándose por encontrar la voz—. ¡No todos los caballeros han sido así! Los Caballeros Soleados siempre han representado el honor, la fraternidad, la justicia. ¿Cuántas veces hemos defendido a los inocentes? ¿Cuántas veces hemos puesto nuestras vidas por delante de las de otros? Usted me lo enseñó.
El anciano asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Lo hicimos, es cierto. Pero no es suficiente. Cuando las personas de estas tierras, a quienes debíamos proteger, vieron en nosotros solo otro poder corrupto, fue demasiado tarde. No importa cuántas buenas obras hiciéramos... la desconfianza ya había envenenado sus corazones. Hoy no nos ven como protectores, sino como tiranos que se ocultan tras el acero.
Ramón dio un paso adelante, más decidido, casi desafiante.
—¡Pero aún hay tiempo, Maestre! Podemos demostrarles que no somos como los demás. Podemos resistir este asedio y seguir luchando por lo que es justo. Si caemos hoy, los valores que defendemos caerán con nosotros. ¡La justicia, el honor, la esperanza...! Todo eso desaparecerá si permitimos que este sea el fin de los Caballeros Soleados.
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Relato: "El Último Resplandor de los Soleados"
FantasyUn relato del universo de Uria sobre el fin de los caballeros en la cuenca del sur.