Finn:
Cuando regresaba en el avión de Nueva York a Roma, mi mirada se perdió en la ventana, observando el cielo que parecía infinito. Mi mente, inevitablemente, comenzó a repasar todo lo que había vivido en los últimos seis años.
Acababa de cumplir cuarenta años y aún me costaba creer la vida que tenía. Hace un tiempo, pensé en dejar de trabajar para poder estar más tiempo en casa, junto a mi familia. Pero Andrea y yo hablamos, y, como siempre, ella tuvo razón. Sabía que amaba mi profesión, que si la abandonaba acabaría frustrado, sintiendo un vacío que sería imposible de llenar.
Así que, en lugar de dejarlo todo, decidí reducir mis horas. Solo trabajaba por las mañanas, muy temprano, y volvía a casa para almorzar después de buscar a los niños del colegio.
Mis viajes a Nueva York se redujeron a una vez, cada dos meses, y nunca me quedaba más de tres días.
Cuando íbamos a Suiza, lo hacíamos todos juntos, aprovechando la oportunidad para visitar a mis padres.Andrea había hecho lo mismo. Los primeros dos años de vida de Ian, decidió quedarse en casa, cuidando de él y de Gia a tiempo completo. Pero, poco a poco, sintió que era momento de volver al trabajo.
Mirando hacia atrás, me daba cuenta de que ya no pensaba tanto en los momentos difíciles, en los desafíos que enfrentamos Andrea y yo. Mi mente regresaba al día en que nos convertimos en una familia de cuatro.
A las sonrisas, los abrazos, los besos compartidos, y a la sensación de pertenencia que jamás había experimentado antes. Nunca conocí el verdadero amor de una familia hasta que Andrea llegó a mi vida. Y ahora tenía una familia unida, cariñosa y divertida a la que amaba más que a mi propia vida.
El regresar a casa siempre me llenaba de paz y felicidad. Me invadía una especie de ansiedad por llegar, por estar con ellos. Si me pedían que describiera a nuestros hijos, una sonrisa inevitablemente se formaba en mi rostro. Gia ya tenía doce años y era increíble lo parecida que se había vuelto a Andrea. Hasta en su carácter fuerte, a veces teníamos que frenarla porque actuaba impulsivamente, dejándose llevar por las emociones. Pero era una niña de gran corazón, muy empática e inteligente.
Ian, por su parte, era una mezcla fascinante entre el temperamento de Andrea y el mío. Había heredado mucho de Marco también. A pesar de sus intentos por tratar a todos sus sobrinos por igual, Ian era especial para él.
Marco le enseñaba todo lo que sabía, y el pequeño absorbía cada lección como una esponja. Con solo seis años, Ian ya hablaba suizo y alemán a la perfección, además de su italiano nativo.
Era un niño frío y calculador cuando se trataba de resolver problemas, pero cuando algo lo enojaba, podía convertirse en un verdadero huracán, tal como su madre. Era firme en sus decisiones, e imparable cuando se proponía algo. No tenía dudas de que Ian destacaría en todo lo que se propusiera.
En cuanto a nuestra relación, Andrea y yo seguimos siendo los mismos en esencia. ¿Dejamos de discutir? Por supuesto que no. Andrea seguía siendo explosiva y apasionada, a veces sacrificando su paz por salir a auxiliar al mundo.
Pero había aprendido a contener su huracán, a tomarse un respiro antes de arrasar con todo. Aún gritaba, eso no cambió, y Gia le siguió los pasos. Incluso Ian, aunque solo cuando se enfadaba de verdad.
Yo, por mi parte, aprendí a demostrar más, a expresarme más con ella y a ser un poco más flexible, pero era un arma de doble filo, porque Andrea, era astuta, y sabía aprovecharse de eso, y debía estar atento, por qué tanto ella como Ian, trataban de sacar provecho de eso, para conseguir sus más locos caprichos.
Pero aprendimos a comunicarnos mejor, a resolver los conflictos con más rapidez, a encontrar acuerdos que antes parecían imposibles.
Para mí, la vida era perfecta. Había aprendido que en lugar de quedarme atrapado en los recuerdos del pasado, debía disfrutar cada día como un regalo. Al aterrizar en Roma y subirme al taxi que me llevaba a casa, ver el paisaje familiar me llenaba de una alegría indescriptible.
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Sencilla dignidad- La liberación de los secretos - Libro II
RomansEn ocasiones, las ataduras que nos aprisionan nos sumergen en una oscuridad intrincada, donde solo los secretos más profundos de nuestros corazones encuentran refugio. Es entonces cuando el orgullo y la vanidad irrumpen, desatando la destrucción a s...