Al otro lado del espejo. Parte 12.

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Alice había sacado la cabeza de la mujer fuera del inodoro y la había sentado junto a su hermana, apoyadas ambas en la pared. Contempló los dos cadáveres con ojos fríos de ira cristalizada mientras se lavaba las manos. Se las secó con una toalla que tomó de un armario y después la usó para tapar la cara descompuesta y deformada de la rubia.

Salió al local, apenas iluminado por las últimas luces de la tarde que se colaban por las rendijas superiores de las persianas metálicas que lo mantenían cerrado al público. De Colin, no había ni señal. Ya había llamado para que se deshicieran de los cadáveres y eliminaran cualquier rastro dentro de la inmobiliaria. Lo último que necesitaba en este momento eran distracciones. Y una investigación por doble asesinato y violación armaría bastante revuelo y pondría a más gente en las calles: policía, periodistas.

No, sin duda, tenía que localizarlo antes de que su pulsión homicida fuera a mayores.

«Y ahí, es dónde tenemos el problema», meditó. Colin había resultado ser un engorro y no la herramienta que ella deseaba que fuera cuando lo tomó, pero seguía siendo muy difícil de localizar. Esa era la cualidad que le había parecido interesante, al verla surgir como posibilidad durante el proceso de imposición y la que ahora lo iba a convertir en un grandísimo dolor de cabeza.

Se quedó unos segundos contemplando pensativa la puerta del baño. «El pasado siempre vuelve», pensó con cierta tristeza. «Es posible», le contestaron con su propia voz, «pero de nosotras depende que no se repita».

Salió a la calle cuando se estaban encendiendo las primeras farolas y el aire frío y húmedo le enredó la negra cabellera ondulada. Encontraría a Colin y si no le encontraba utilidad en su estado, pues bueno, seguiría buscando candidatos adecuados.

Sonrió al pasar frente a la terraza de un bar de copas, mostrando una dentadura blanca perfecta y atrayendo las miradas de interés de varios de los clientes, no todos hombres.

«De hecho», pensaba, «se me ocurren dos.»

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Kevin se encontraba sentado en el Talbot de Dimas, aparcado en el aparcamiento debajo de la finca de este, pálido y preocupado por el cariz que estaban tomando las cosas. No dejaba de rascarse el brazo, metiendo los dedos hasta donde se lo permitía la escayola.

—Qué piensas. —Le preguntó Dimas, que se aferraba al volante y abría y cerraba las manos sin parar.

Kevin exhaló aire. Fue un suspiro tenso y prolongado. Le miró y se encontró reflejado en las ojeras de Dimas, el último ser viviente con el que pudiera haberse imaginado empatizando. Este acababa de mostrarle lo que se ocultaba en el trastero.

—¿Cómo supiste que se encontraban ahí los cuerpos?

—Indicios. Pequeñas cosas sin importancia. Son un matrimonio francés, jubilados, propietarios de uno de los primeros pisos. Suelen pasar el verano en un chalé en la montaña y, en invierno, bajan a la ciudad porque la zona donde lo tienen se queda desierta y les preocupaba que entraran a robar estando ellos dentro. No querían acabar siendo noticia en las necrológicas; mira tú por donde —narró con amargura.

Sacó un paquete de caramelos de cítricos del bolsillo y le ofreció a Kevin, que lo rechazó con un gesto. Dimas se encogió de hombros y se metió uno en la boca. La tenía siempre seca en las últimas semanas.

—El caso es que una mañana al salir al trabajo, me pareció ver su coche aparcado en su plaza, esa de ahí —Señaló a través del parabrisas—. Y pensé: ya los tenemos aquí. A ver, eran un show. Los dos estaban casi sordos por completo y se hablaban a gritos, por lo que los vecinos siempre se estaban quejando. Hasta hubo una estudiante de alquiler, un piso más arriba, que llamó a la policía por supuesta violencia de género. Imagínate.

Morir Otra Vez Edición DefinitivaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora