La Consorte del Hielo y el Administrador del Palacio

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El amanecer era un susurro en los altos muros de la Ciudad Prohibida, un resplandor pálido que se filtraba a través de las ventanas de papel de arroz, pintando el suelo de mármol con tenues destellos de luz dorada. El palacio interno, un laberinto de corredores silenciosos y jardines escondidos, despertaba lentamente a la actividad del día. Sirvientes corrían de un lado a otro, ajustando sus pasos para no romper la calma que aún envolvía el lugar.
Li Wei caminaba con paso firme y resuelto, su silueta imponente envuelta en finas ropas de seda, aunque sin ostentación. La textura suave de sus túnicas sugería calidad, pero los colores apagados y los cortes sencillos eran propios de su supuesto estatus: un eunuco. La mayoría de los eunucos vestían ropas sencillas y desgastadas, pero Li Wei era una excepción. Como administrador del palacio interno, gozaba de ciertos privilegios, entre ellos, la ropa fina que le permitía mantener una imagen cuidada y respetable.
Sus manos entrelazadas detrás de su espalda proyectaban una calma calculada. A sus ojos, el palacio era un delicado equilibrio de poder y sumisión, un lugar donde cada gesto tenía un peso oculto, donde las miradas decían más de lo que las palabras podían expresar. Y él, Li Wei, no solo observaba ese juego de poder; lo manejaba con destreza.
Aquella mañana, sin embargo, sus pensamientos se desviaron hacia una figura en particular: la Consorte del Hielo, Bái Xuě. Una concubina de rango medio, proveniente del frío y desolado norte del imperio, su belleza albina y la fría serenidad con la que se movía la habían convertido en una presencia única dentro del harén imperial. Su piel pálida como el marfil y sus cabellos plateados la hacían parecer una figura etérea, casi irreal. No era una de las consortes favoritas del emperador, y hasta ahora, no había sido honrada con una visita suya. Tal vez por eso, o quizás por la distancia que ella misma imponía con su expresión gélida, había permanecido en una especie de exilio voluntario dentro de los muros del palacio.
"La consorte del hielo," pensó Li Wei mientras caminaba hacia el pabellón donde ella residía, acompañado de su sirviente de confianza, Yang He. Un hombre de pocas palabras, Yang He siempre había sido extremadamente leal a Li Wei, y en más de una ocasión había sido testigo de las extrañas interacciones entre su amo y la consorte. Aunque jamás lo admitiera en voz alta, Yang He había comenzado a notar un patrón en los comportamientos de ambos.
—La consorte Bái Xuě sigue recluida en su pabellón, ¿no es así? —preguntó Li Wei, casi como si hablara consigo mismo.
—Sí, mi señor —respondió Yang He con una leve inclinación de cabeza—. No ha abandonado su jardín privado en días. Solo la acompaña su sirvienta y su búho blanco.
Li Wei sonrió ligeramente. Bái Xuě y su maldito búho. Era tan distante con los humanos como lo era con el resto de las consortes. Él la había observado durante meses, intrigado no solo por su extraña belleza, sino también por la indiferencia absoluta con la que trataba a todo y a todos, incluido él mismo. De algún modo, eso solo lo atraía más. Había algo en la manera en que sus ojos, fríos como el invierno, lo miraban como si fuera poco más que un insecto. A Li Wei, de forma inexplicable, esa mirada lo divertía.
Cuando llegaron al pabellón, la atmósfera cambió. Era un lugar que siempre parecía estar en un perpetuo invierno, no por la temperatura, sino por la sensación de quietud y la ausencia de color vibrante. Los jardines que rodeaban el pabellón de Bái Xuě estaban llenos de flores blancas, cuidadosamente seleccionadas para complementar su presencia. Incluso los cantos de los pájaros parecían más suaves allí, como si respetaran la serenidad gélida de su dueña.
—Es curioso —dijo Li Wei con una media sonrisa—. Nadie le ha prestado demasiada atención, ni siquiera el emperador. Y, sin embargo, hay algo en ella que me hace querer molestarla.
Yang He, acostumbrado a las ocurrencias de su amo, se limitó a asentir en silencio.
El sirviente de la puerta del pabellón hizo una reverencia profunda antes de permitirles entrar. Dentro, la luz se filtraba de forma tenue a través de los paneles de papel, creando sombras suaves sobre los muebles austeros. Bái Xuě estaba de pie junto a una ventana, observando con su rostro impasible el jardín de flores blancas. No hizo ningún gesto al notar la entrada de Li Wei, ni siquiera se volvió para mirarlo. Simplemente siguió observando, como si su presencia fuera insignificante.
—Consorte Bái Xuě —dijo Li Wei, acercándose lentamente—. ¿Tan fría como siempre?
Ella no respondió. Era una rutina para ambos: él hablaba, ella ignoraba. El juego era claro, y Li Wei lo disfrutaba de una manera que ni siquiera él entendía completamente.
—¿No te cansas de mirar siempre las mismas flores? —insistió Li Wei, esta vez acercándose un poco más, lo suficiente como para estar en su campo de visión.
Finalmente, ella giró la cabeza, pero su expresión seguía siendo la misma. Sus ojos, de un gris pálido que casi parecía incoloro, lo miraron como siempre, como si fuera un molesto insecto que hubiera aterrizado accidentalmente en su espacio.
Li Wei sintió un ligero estremecimiento de satisfacción. Ah, esa mirada. Había algo extrañamente reconfortante en la forma en que lo despreciaba.
—Prefiero las flores a las palabras vacías, administrador Li —respondió al fin, su voz tan suave y fría como la brisa invernal.
—Palabras vacías… tal vez tengas razón. Pero soy un hombre ocupado. Las palabras son parte de mi trabajo —replicó Li Wei, en un tono que intentaba ser serio pero que apenas contenía su diversión.
Bái Xuě volvió su mirada al jardín, ignorando su comentario. Yang He, que observaba desde la distancia, notó la pequeña sonrisa en los labios de su amo y no pudo evitar la leve inclinación de sus propias comisuras. Li Wei, otra vez, jugando a acercarse al fuego helado.
El búho blanco, que hasta ese momento había estado inmóvil en su percha, emitió un suave ulular. El sonido resonó en la habitación como un eco distante, y Bái Xuě extendió la mano para acariciar suavemente las plumas del ave. La escena era casi surrealista, como si estuviera en un mundo aparte, lejos de las intrigas del palacio.
—Debo admitir —dijo Li Wei, inclinándose un poco más hacia ella— que tu habilidad para ignorarme es una de las cosas que más me fascinan.
Bái Xuě, sin mirarlo, dejó escapar un leve suspiro. Para ella, sus palabras eran como el viento que movía las hojas: constantes, pero sin importancia.
—Mi deber es aquí —dijo al fin—, no entretener los caprichos de un eunuco.
Li Wei contuvo una carcajada. Ah, la consorte del hielo.
—Entonces seguiré visitándote hasta que te canses de mí —dijo, retrocediendo con una leve inclinación de cabeza, como si aceptara su derrota momentánea. Pero volveré.
Con una sonrisa satisfecha, salió del pabellón, seguido de cerca por Yang He. Mientras caminaban de regreso por el sendero, Yang He lo miró de reojo.
—Parece que disfruta de la atención, mi señor —comentó Yang He, en un tono apenas audible.
Li Wei rio suavemente.
—Quizás sea yo quien disfruta más, Yang He —respondió, divertido—. Después de todo, ¿qué hay de malo en un poco de hielo para despertar la sangre?

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⏰ Última actualización: Oct 13 ⏰

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