Capítulo 4

4 2 0
                                    


Viernes, 14 de Febrero

San Valentín

El hombre del perro se llama Guillaume. Ayer me ayudó a descargar mis cosas y esta mañana ha sido mi primer cliente. Lo acompañaba el perro, Charly, y me ha saludado con tímida cortesía, casi con galantería.

—Ha quedado estupendo —me dice al tiempo que echa una mirada alrededor—. Se habrá pasado toda la noche en vela para dejarlo así.

Me río.

—Es toda una transformación —ha dicho Guillaume—. Mire, no sabría decirle por qué, pero ya me había hecho a la idea de que esta iba a ser una panadería diferente.

—¿Cómo? ¿Quiere que arruine el negocio del pobre monsieur Poitou? De todos modos, estoy segura de que me lo agradecería, teniendo en cuenta cómo le molesta el lumbago, que su mujer no sirve para nada y que él no puede dormir por las noches.

Guillaume se ha agachado para poner en su sitio el collar de Charly, pero advierto el parpadeo de sus ojos.

—Veo que ya se conocen —me ha dicho.

—Sí, le pasé mi receta de la tisane para dormir mejor.

—Como le funcione, tiene un amigo de por vida.

—Funciona —le aseguro, y después he sacado una cajita de color de rosa con un lacito de plata de debajo del mostrador—. Esto es para usted. Por ser mi primer cliente.

Guillaume me mira desconcertado.

—En serio, madame, yo...

—Llámeme Vianne. Y acéptelo... —lo obligo a coger la caja—. Le gustarán. Son sus favoritos.

Se sonríe ante mis palabras.

—¿Cómo lo sabe? —me pregunta mientras se guarda la caja con muchas precauciones en el bolsillo de la chaqueta.

—¡Estoy segura! —le digo con picardía—. Sé lo que gusta a todo el mundo. Confíe en mí. Esto es para usted.

No han terminado el cartel hasta mediodía. Georges Clairmont ha venido personalmente a colgarlo deshaciéndose en excusas por llegar con retraso. Las persianas escarlata quedan muy bien con el blanco de la pared encalada, mientras que Narcisse, refunfuñando por lo bajo contra las últimas heladas, me ha traído de su invernadero unos geranios para que los plante en mis macetas. Me he despedido de ellos con sendas cajitas de san Valentín y con muestras de satisfacción tan profunda como la que ellos me han manifestado a mí. Después de esto y tras ahuyentar a unos cuantos escolares, he tenido algunos visitantes. Son cosas que ocurren cuando se abre una tienda en un pueblecito como este. Hay un código de conducta estricto que rige este tipo de situaciones; la gente se muestra reservada y finge indiferencia aunque por dentro se muera de curiosidad. Una señora de una cierta edad se aventura a entrar, lleva el vestido negro tradicional de las viudas de pueblo. Un hombre de tez oscura ha comprado tres cajas idénticas sin preguntar siquiera qué contenían. Han pasado horas sin que entrara nadie. No esperaba otra cosa, la gente necesita tiempo para adaptarse a los cambios y, pese a que he sorprendido miradas cargadas de interés dirigidas al escaparate, parece que a nadie le ha interesado entrar. Detrás de la estudiada despreocupación he notado, sin embargo, un cierto nerviosismo, comentarios a media voz, cortinas corridas con mano crispada, acopio de decisión antes de entrar. Cuando han entrado por fin, lo han hecho juntas: siete u ocho mujeres, entre ellas Caroline Clairmont, la esposa del autor del cartel. Una novena, que ha llegado un poco rezagada con respecto al grupo, se ha quedado fuera con el rostro pegado al escaparate, en el que he reconocido a la mujer del abrigo escocés.

Las mujeres lo han curioseado todo, riendo por lo bajo igual que colegialas, titubeantes pero disfrutando de su travesura colectiva.

—¿Usted lo hace todo? —pregunta Cécile, propietaria de la farmacia de la Rue Principale.

—Yo tendría que renunciar a estas cosas en cuaresma —comenta Caroline, una rubia regordeta que lleva un cuello de pieles.

—No se lo diré a nadie —le prometo y después, refiriéndome a la mujer del abrigo escocés que seguía escrutando el escaparate, añado—: ¿No piensan decir a su amiga que pase?

—No, no viene con nosotras —replica Joline Drou, una mujer de facciones duras que trabaja en la escuela local y que ha echado una ojeada a la mujer de rostro cuadrado que miraba el escaparate y me informa—. Es Joséphine Muscat —al pronunciar el nombre, su voz deja traslucir una cierta conmiseración—. Dudo que entre.

He visto que Joséphine, como si hubiera oído sus palabras, se ruborizaba ligeramente y la cabeza se le vencía hacia adelante, inclinada sobre el abrigo escocés. Ha levantado la mano y se la ha llevado al estómago en un gesto extrañamente protector. Veo que su boca, con las comisuras perpetuamente vueltas hacia abajo, se movía ligeramente como si musitase una oración o lanzase una maldición por lo bajo.

He servido a las señoras —una caja blanca, cinta dorada, dos cornets de papel, una rosa, un lazo rosado de San Valentín— entre exclamaciones y risas. En la calle, Joséphine Muscat seguía murmurando entre dientes, balanceando el cuerpo y apretándose el estómago con gesto torpe. Después, justo en el momento en que he terminado con la última clienta, ha levantado la cabeza en actitud desafiante y ha entrado. El último pedido había sido prolijo y entretenido. Madame quería algo especial, una caja redonda, cintas, flores y corazones dorados y una tarjeta de visita en blanco —cuando lo ha dicho las señoras han puesto los ojos en blanco como en éxtasis pero se han reído con picardía (¡ji, ji, ji, ji!)— o sea que he estado a punto de no darme cuenta. Las manazas, pese a lo grandes, son muy ágiles, manos toscas y rápidas enrojecidas por los trabajos domésticos. Una sigue colocada sobre el estómago, pero la otra revolotea rápida en el aire con un gesto parecido al de un pistolero al desenfundar el arma y de pronto el paquetito plateado con su rosa —cuyo precio son diez francos— ha desaparecido del estante para ir a parar al bolsillo de su abrigo.

¡Buen trabajo!

He hecho como si no lo hubiera visto hasta que las mujeres han salido de la tienda con los paquetes. Así que se ha quedado sola delante del mostrador, Joséphine ha hecho como si examinase las cosas expuestas y hasta ha tocado un par de cajas con dedos cautos pero nerviosos. Cerré los ojos. Las ideas que me transmitía eran complejas, turbadoras. A través de mis pensamientos desfila una rápida sucesión de imágenes: humo, un puñado de rutilantes baratijas, unos nudillos ensangrentados. Y por detrás de ellas, una inquieta contracorriente de desazón.

—Madame Muscat, ¿puedo servirla en algo? —lo he dicho con voz suave y afable—. ¿O sólo quiere echar una ojeada?

Farfulla unas palabras inaudibles y se da la vuelta como si se dispusiera a marcharse.

—Creo que tengo una cosa que puede gustarle —meto la mano debajo del mostrador y saco un paquetito envuelto en papel de plata muy parecido al que ella me ha cogido, aunque más grande. Está atado con una cinta blanca que lleva cosidas unas minúsculas florecillas amarillas. La mujer se ha quedado mirándome mientras su boca esbozaba un gesto de inquietud y se torcía en una mueca de pánico. He empujado el paquete sobre el mostrador en dirección hacia ella.

—Invita la casa, Joséphine —le digo en tono amable—. No tiene importancia. Sé que es su golosina favorita.

Joséphine Muscat ha dado media vuelta y ha salido precipitadamente de la tienda.

L'art du ChocolatDonde viven las historias. Descúbrelo ahora