Capítulo 6

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Sábado, 15 de Febrero

Hoy la escuela ha terminado pronto. A las doce del mediodía la calle estaba desbordante de vaqueros y de indios con sus anoraks chillones y sus pantalones de sarga, todos llevando a rastras sus carteras de colegio, mientras los mayores daban furtivas caladas a ilícitos cigarrillos y al pasar miraban el escaparate, como indiferentes y de soslayo. Observo a un chico que pasa solo, muy correcto con su abrigo gris y su gorra, y con el cartable de la escuela perfectamente encajado entre sus hombros estrechos. Se queda un rato contemplando el escaparate de La Céleste Praline, pero la luz relumbra en el cristal de manera que no me permite ver la expresión de su rostro. Después se para un grupo de cuatro niños de la edad de Anouk y el chico sigue su camino. Dos naricillas se restriegan un momento en el cristal del escaparate, los niños vuelven a agruparse y veo que los cuatro se hurgan los bolsillos y que juntan los recursos de que disponen. Se produce un momento de vacilación antes de decidir quién entrará. Hago como que estoy ocupada en algo detrás del mostrador.

—¿Madame?

Una carita tiznada levanta con cierta desconfianza los ojos hacia mí. Reconozco al Lobo de la cabalgata del Mardi Gras.

—¡Vaya, pareces un hombrecito de guirlache! —procuro poner cara seria, ya que la compra de golosinas es siempre un asunto muy serio—. Mira, esto está bien de precio, vale para repartirlo, no se derrite en el bolsillo y lo puedes... —separando los brazos le indico la cosa en cuestión—... comprar por cinco francos... ¿Me equivoco?

No sonríe al responder; se limita a asentir con la cabeza, somos negociantes que cierran un trato. Las monedas están calientes y también un poco pegajosas. Coge el paquete con grandes miramientos.

—Lo que a mí me gusta es la casa de jengibre —dice con aire grave—. La del escaparate.

Junto a la entrada los otros tres compañeros asienten con la cabeza en actitud tímida, apretujándose como para infundirse ánimo mutuamente.

—¡Es fabulosa! —pronunció la palabra con aire de desafío, el solo hecho de pronunciarla es como el humo del cigarrillo fumado a escondidas. Sonrío.

—¡Sí, fabulosa de verdad! —admití—. Si quieres, tú y tus amigos estáis invitados cuando la retire del escaparate y así me ayudáis a comerla.

Me miró con ojos como platos.

—¡Fabuloso!

—¡Superfabuloso!

—¿Cuándo?

Me encojo de hombros.

—Diré a Anouk que os avise —les digo—. Anouk es mi hija.

—Ya lo sabemos. La hemos visto. No va a la escuela —ha pronunciado la frase con envidia.

—El lunes empieza. Lástima que todavía no tenga amigos porque podría decirles que vinieran a casa y así me echarían una mano en el escaparate.

Se oyen pies que se arrastran, hay manos pringosas que empujan y pugnan por ser las primeras.

—Nosotros podemos...

—Yo puedo.

—Yo soy Jeannot.

—Claudine.

—Lucie.

Los despido dándoles un ratoncito de azúcar a cada uno y los veo alejarse por la plaza y dispersarse como semillas de diente de león a merced del viento. Un jirón de sol se posa en sus espaldas por orden sucesivo —rojo, naranja, verde, azul— hasta que desaparecen de pronto. Veo al cura, Francis Reynaud, en la sombra del arco de Saint-Jérôme, observándolos con curiosidad y, me parece, con aire de desaprobación. Siento una momentánea sorpresa. ¿A qué viene la desaprobación? Desde la visita de cortesía que nos hizo el primer día no ha vuelto por casa, aunque a menudo he oído hablar de él a otras personas. Guillaume habla de él con respeto, Narcisse con irritación, Caroline con esa picardía que he notado en sus palabras siempre que se refiere a un hombre de menos de cincuenta años. Hablan de él con poca simpatía. No es de aquí, deduzco. Vino del seminario de París, es uno de esos que lo ha aprendido todo en los libros... no conoce esta tierra, ni sus necesidades, ni sus apetencias. Esto lo dijo Narcisse, que tiene un enfrentamiento con el cura que viene de lejos, desde que en la época de la siega se negó a asistir a misa. Con una chispa de humor que veo brillar detrás de sus gafas redondas, Guillaume dice que es un hombre que no aguanta a los tontos, y eso es para referirse a muchos de nosotros, con nuestras costumbres estúpidas y esas rutinas que no hay quien las cambie. Lo dice dando unos golpecitos cariñosos a la cabeza de Charly, que le responde con un único y solemne ladrido.

L'art du ChocolatDonde viven las historias. Descúbrelo ahora