Era un miércoles 26 de junio del 2024. Pocos días antes había arribado en Acopinalco, un pueblo cercano a mi ciudad natal, Apan, Hidalgo. La mayor parte de mi familia materna vive en el pueblo y los suelo visitar cada seis meses, principalmente voy a ver a mi abuela Luisa, a mis hermanas, Anaí y Yoselín, y a mi tía Diana. Ellas comparten una misma casa; una acogedora construcción con paredes inacabadas que se visten con cuadros de quinceañeras y graduaciones, suelo de cemento agrietado, techo de losa firme con tragaluces distribuidos por las habitaciones, un gran patio donde coexisten perros, gallos, gallinas y patos, y un baño recién renovado, orgullo de mis hermanas. Yo me quedaba en el cuarto donde duermen mis hermanas y mi tía, ahí nos encontrábamos Anaí, Yoselín y yo esa tarde de junio preparando una sorpresa. Mi tía Diana esperaba un bebé y le daríamos la noticia a mi abuela Luisa, la matriarca.
Anaí, la mayor de mis hermanas, no podía estar más feliz. Diana, aunque su tía, era una hermana para ella pues solo se llevaban tres años de diferencia y habían sido criadas por Luisa. Yoselín, la de en medio, se había tomado la noticia del bebé como yo: con felicidad de ver a nuestra tía cumpliendo su anhelo de ser madre. Juntos decorábamos una caja de regalo con hojas y rosas, en esta acomodamos unos preciosos botines blancos para recién nacido de finas ornamentaciones junto a un papel escrito por mí que decía: “Abuelita, por favor mantenga mis botines seguros. Los necesitaré en febrero”. El plan era que mi tía Diana y su novio Miguel —el padre del retoño— le dieran los botines a mi abuela, ella se alegraría y, en celebración, iríamos a los tacos al pastor de Zapata. Nos pareció una excelente idea.
Terminada la decoración de los botines solo nos quedaba esperar por Diana. Ella había ido con Miguel a hacerse un ultrasonido en el consultorio del doctor Guevara —el médico de cabecera de los pueblos de Apan y amor platónico de incontables señoras—.
Aunque Anaí tratara de ocultarlo, estaba nerviosa; caminaba de un lado a otro, revisaba con constancia su chat con Diana y, sobre todo, sonreía más de lo normal, su sonrisa amplia y juguetona es la prenda que suele vestir para ocultar las llagas en su moral. Ahora entiendo el porqué de su nerviosismo, pero entonces estaba muy confundido. Para fortuna de mi hermana, su novio Armando hizo presencia y de alguna manera apaciguó sus ansias; diez años de noviazgo de algo han de servir. Yoselín veía tiktoks y yo jugaba en mi celular.
Tras horas de espera y ya con el cielo oscurecido, Diana y Miguel llegaron. En la sala los recibió mi abuelo Raúl, un perezoso de primera categoría; su vida se resume en: trabajar —en veces— y ver la televisión. Mi abuela Luisa también los saludó mientras ponía a calentar su agua para bañarse; aun con una regadera nueva hay veces que la comisión de agua no da abasto en Acopinalco, esto debido a que no todos pagan su recibo de agua, y los que sí la pagan se friegan. Mis hermanas y yo salimos de la habitación para recibir a los recién llegados; habían llevado gomitas enchiladas, me dieron un paquete. Anaí, a través movimientos de cejas, abrir y cerrar de párpados y entornar los ojos, alentó a Diana a dar la noticia a la brevedad. Mi tía puede parecer dócil e inexpresiva, pero esa noche claramente estaba preocupada, por lo general tiende a molestar a Anaí o a contar alguna que otra broma con su agudo tono de voz y en cambio se mantuvo callada abrazando a su novio. Mi abuela se metió a bañar.
Regresé a la habitación, ahí se había quedado Amando.
—Voy a tener que tener cuidado cuando yo quiera tener un hijo con Anaí —dijo mi cuñado—. A ver cómo se lo toma doña Luisa, algo aprenderé de lo que pase.
Reímos y continuamos la plática en torno al mismo punto.
La situación entre Armando y Anaí es particular, ellos llevan una década saliendo, raro es para la familia que no se hayan casado aún. Mi tía Diana apenas llevaba algo menos de un año de relación con Miguel y él ya había tenido un matrimonio del cual tiene una hija. Muchos pensarían que era demasiado pronto para concretizar una relación, pero mi tía ya tenía 28 años y sentía que la vida que se le estaba yendo para poder ser madre. En pueblos así de pequeños todavía se practican las viejas costumbres en cuanto a los roles de género, es una realidad, mas para Diana la idea de dar a luz a una creatura no era un deber impuesto. Independiente había sido gran parte de su vida desde que decidió no estudiar más para trabajar y que mis hermanas crecieran como profesionistas. Ella se quedó no porque no pudiera irse, se quedó por su familia y el valor que encuentra en esta. Ahora deseaba crear la suya. ¿Qué derecho teníamos alguno de nosotros para criticarla? Sin embargo, aun con esa determinación por ser madre, mi tía Diana temía separarse de la suya al darle la noticia.
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Los Botines de la Discordia
Non-FictionCrónica de los botines blancos tamaño recién nacido que arruinaron un convivio familiar.