Lia
Pocos hablaban de lo dolorosas que eran las despedidas, de la puñalada invisible que se clavaba en el corazón, y hacía que sangrara.
Que se desangrara poco a poco hasta sentir que estabas vacías, que ya no había más nada que te mantuviera firme, de pie.
Nadie hablaba de las despedidas, pero no de esas que queman en el alma cuando ya no están presencialmente, o cuando se marchan a otro lugar y posiblemente ya no los vuelves a ver más.
Me refería a las despedidas de las pequeñas cosas que amabas, a lugares especiales que hacían que tus días fueran menos pesados, a las risas y burlas momentáneas que guardabas en tu mente y corazón como la lista de reproducción que tenías en tu teléfono.
Al aroma especial que siempre llevabas contigo, o la calidez del abrazo de alguien que querias tanto, que dentro de tu pecho no cabía.
Y si alguien hablaba de esas pequeñas y silenciosas despedidas, yo jamás había sido una de esas oyentes, porque nadie me advirtió lo mucho que dolía perder a alguien, aunque siguiese estando presente.
De las noches sin descanso de llanto extremo, dónde solo preguntabas ¿qué hice mal?
Y así como nadie me habló de las despedidas, tampoco me advirtió del dolor del rechazo de quién querías.
Pero aunque todo finalmente pasaba, drenar con palabras lo que en mi corazón llevaba, era la única forma de sobrellevar las cosas que en mi mente habitaba.
Porque soltar a alguien que quieres, no era fácil aunque así lo pintaban, y a través de esta historia, fingiría que al fin... Lo soltaba.