John Jameson resopla con dificultad.
El marine trata de respirar al tiempo que recarga su resplandeciente M4A1 con sucios y desgastados cartuchos calibre 5,56 mm.
Finalmente, sus compañeros de escuadra consiguen derribar al último hostil. Las botas militares caminan rapidamente entre adoquines destrozados regados de arena y pólvora, asegurando el perímetro.
El calor está presente en cada sombra, oculto en cada rincón de la castigada ciudad, asfixiando a todo el que pase por el lugar, no importa si éste es un insurgente, un par de civiles asustados o una escuadra de marines estadounidenses.
El sargento Jameson, ordena continuar el avance, las órdenes son de búsqueda y destrucción, y la situación en aquella parte de la urbe no es de completa seguridad. Los soldados avanzan hacia una pequeña escuela, situada casi en las afueras de las laberínticas calles, el edificio está en la lista de lugares que deben de registrar, sin embargo, el ojo experto del sargento desmantela por completo la posibilidad de ocupación enemiga.
El deber se impone a la ociosidad, y la escuadra inunda el interior del edificio.
Jameson sin embargo se queda completamente paralizado en el patio de entrada al edificio, con la mirada fijada en un objeto peculiar.
Un balón de fútbol.
El sargento casi puede percibir el niño con cara alegre que aparece junto al balón, su sonrisa, y su gesto de felicidad le arrancan una lágrima al curtido rostro del soldado.
El pequeño corretea por el patio despreocupadamente, su flequillo se agita graciosamente, mientras trata de espantar a las palomas.
Uno de los soldados corre preocupado hacía su sargento. John Jameson está en mitad del patio, de rodillas y llorando desconsoladamente.
Junto a él solo tiene un amargo recuerdo, y una vieja y agujereada pelota de fútbol.