XCII: Como Arena

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El sol abrasador se cernía sobre la vasta extensión de la planicie seca, un océano interminable de polvo y calor. No había sombra, ni refugio, y el viento constante parecía querer borrar cualquier rastro de vida. Las dunas, dispersas y apenas perceptibles, rompían la monotonía del paisaje. Samira podía sentir como el viento seco arañaba su piel, cada grano de arena era un golpe diminuto, pero insistente. El calor abrasaba su espalda, y el sudor se secaba al instante, dejando su piel tirante. A cada paso, sentía cómo sus fuerzas se iban agotando, pero se obligaba a continuar, observando a Zeth, quien se mantenía como si fuera inmune a la brutalidad del desierto, con la mirada fija en el horizonte, su figura alta y firme, como si nada en aquel desierto pudiera afectarlo.

Samira lo observaba en silencio mientras avanzaban, sintiendo el peso del calor y el cansancio en cada parte de su cuerpo. Cada paso le recordaba lo implacable que era el desierto, cómo este lugar tenía la capacidad de doblegar la voluntad de cualquier hombre. Pero no a Zeth. No a él.

Zeth parecía respetar al desierto, pero también lo enfrentaba, desafiándolo con una determinación que Samira solo podía admirar. Había algo en su forma de moverse, en su control absoluto, que la fascinaba. No hablaba mucho, como siempre, pero su sola presencia, su manera de estar siempre alerta y, al mismo tiempo, tranquilo, le ofrecía a Samira una seguridad que le era casi ajena en ese entorno hostil.

Mientras cabalgaban en silencio, Samira reflexionaba sobre lo mucho que Zeth había enfrentado, las batallas en las que había luchado, y cómo, incluso en ese desierto despiadado, no se dejaba intimidar. No dejaba de sorprenderla y enseñarle cosas nuevas a cada momento. A pesar de la dureza del viaje, Zeth encontraba momentos para hacerle pequeñas muestras de cuidado: ajustar su manto para protegerla del viento, ofrecerle agua, y lanzarle miradas fugaces que decían más que cualquier palabra.

Samira se preguntaba si algún día podría ser tan fuerte como él. Zeth no solo había sobrevivido a quien sabe cuántas batallas sobre la arena, sino que también dominaba el desierto, como si ambos fueran uno solo. Ella, en cambio, a veces sentía que el desierto le robaba su voluntad, que la quebraba poco a poco, pero nunca lo mostraría. Sabía que Zeth podía leerla con una sola mirada, pero se negaba a rendirse, quería estar a su lado y si estar a su lado implicaba atravesar ese mismo desierto cien veces, ella estaba dispuesta a hacerlo.

Ella, a pesar que él nunca le exigía nada, quería estar a su altura, demostrarle que no era solo una carga en ese viaje, que era digna de él. En más de una ocasión había sentido la tentación de quejarse, de pedir una pausa, pero el orgullo y su deseo de ser digna de su compañía la mantenían firme. Sabía que Zeth lo notaba, aunque no lo decía. Samira sentía que el sin presionarla la acompaña en su lucha interna contra el desierto, él entendía más de lo que dejaba ver. Sus gestos y atenciones silenciosos la conmovían más que cualquier palabra.

Una noche, después de un día interminable de viento y sol, encontraron un lugar apenas protegido por una pequeña elevación de arena, allí montaron campamento.

El fuego crepitaba suavemente, una pequeña y frágil llama en medio de la inmensidad del desierto. El viento, que durante el día había sido implacable, ahora soplaba más suave, pero seguía llenando el aire de susurros, como si el propio desierto hablara en un lenguaje antiguo e incomprensible. Samira se dejó caer junto al fuego, sintiendo cómo el calor de las brasas aliviaba el frío que empezaba a colarse bajo su manto y el cansancio amenazaba con adueñarse de su cuerpo. Mientras el crepitar del fuego llenaba el silencio, Samira no pudo evitar recordar los primeros días de su viaje. Recordó cómo Zeth la había salvado en aquella tormenta de arena, cuando su propio miedo la había paralizado. Desde entonces, había jurado no ser una carga para él, y en cada día que pasaba, trataba de demostrarse a sí misma que era digna de caminar a su lado.

Observó a Zeth, que, como siempre, parecía impasible, asegurándose de que todo estuviera en orden. Cuando terminó, se sentó junto a ella, su semblante serio, pero su cercanía le transmitía un consuelo que ninguna palabra podría ofrecer. Le ofreció unas pasas para comer y un poco de agua, el dulce sabor de la fruta disecada, era miel sobre su lengua. 

Samira rompió el silencio, su voz suave pero cargada de pensamientos.

—Ahora entiendo lo que decían de lo implacable que es el desierto... Este lugar... pone a prueba a cualquiera— dijo, mirando el horizonte que comenzaba a oscurecerse—. Pero tú... siempre pareces estar por encima de todo, incluso del desierto. —

Zeth la miró por un momento, con esa intensidad que siempre le hacía sentir que la entendía más allá de lo que ella misma podía expresar. Su ojos tenían el mismo color de las estrellas que titilaban sobre el. El cielo azul profundo recortaba su turbante y los rebeldes cabellos como si fueran parte de una misma obra de arte. Luego habló, con su tono bajo, como si las palabras fueran un raro privilegio.

—La primera lección para ser un hijo del desierto, es aprender a respetar a su padre, el desierto mismo. Desde el respeto debes conocerlo, entenderlo, para luego finalmente, aprender a hacerte uno con él... El desierto, no es más que lo que es —dijo Zeth con voz calma—. No tiene intenciones, no busca doblegar ni elevar a nadie... Subestimarlo o enaltecerlo es inútil, porque somos nosotros quienes decidimos cómo cruzarlo. Si lo enfrentas con fuerza bruta, él te devolverá el golpe, igual o más fuerte. Pero si aprendes a moverte como sus granos de arena con el viento, podrás moldearlo a tu paso. —

Samira asintió, sus ojos fijos en él. Esa devoción tranquila, esa seguridad inquebrantable... Era eso lo que la hacía enamorarse más de él cada día.

Zeth no necesitaba hablar de su fortaleza, simplemente esa cualidad era parte de él. Y, aunque él no lo decía, Samira sabía que cada vez que la miraba, cada vez que la protegía en ese entorno brutal, lo hacía no solo porque era su deber, sino porque ella significaba algo profundo para él. Ella deseaba también poder cuidarlo de ese modo a él también, para que sus hombros descansen de todas las cargas que sabía que se imponía.

Samira sabía que Zeth confiaba en sus hombres, en sus amigos, pero él no podía delegarles su protección. Lo había visto, lo había escuchado. Él siempre poniéndose como escudo ante los demás, como si fuera un castigo, su deber, su propósito en este mundo por haber nacido más fuerte, más resistente. 

Pensando esto se acurrucó en él dejándose abrazar. Deseaba que los dioses también lo protejan, deseaba verlo feliz, y robarle tantas sonrisas como le sea posible. Su corazón latía emocionado, quería llegar al oasis, a La Perla cuanto antes, quería construir el refugio perfecto para él, quería verlo descansar sin preocupaciones. Deseaba con todo su corazón convertirse en su lugar seguro también.

Mientras el viento seguía soplando suave sobre ellos ylas estrellas comenzaban a asomarse en el cielo, Samira se prometió a sí mismaque estaría a la altura de ser esposa de Zeth Kelubariz. No solo porque loamaba, sino porque quería demostrarle que podía caminar a su lado, enfrentandocualquier tormenta, cualquier desierto, y cobijarlo también sus brazos, en suamor.

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Los hijos del DesiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora