Después de pasar un mes en Londres, finalmente me estoy acostumbrando a su clima frío, sus lluvias impredecibles y la elegancia que parece sacada de una película de James Bond. Las diminutas tazas de café expreso, una buena cerveza o un whisky bien servido se han convertido en parte de mi rutina. El trabajo en el museo es constante, pero la arqueología me apasiona tanto que siempre estoy en busca de la próxima aventura. Antes de llegar aquí, estuve un tiempo en París, donde el Louvre me ofreció un auténtico festín de historia entre sus majestuosas paredes. Antes de eso, vagaba por China, Japón, Perú, México e incluso Egipto y Turquía.Mis padres y abuelos me llaman cada semana, y comparto con ellos cada una de mis aventuras. Ellos, sin embargo, ya han decidido quedarse en casa desde hace tiempo. Mi madre sigue trabajando en el hospital de Hillwood, y mi padre en el museo de la ciudad, donde me llevó por primera vez a mostrarme lo que significa ser arqueólogo. Fue entonces cuando el vasto mundo de la historia comenzó a desplegarse ante mis pies.
Esa noche me dirigí a un bar tranquilo cerca de casa. Pedí un whisky en las rocas y me acomodé en una mesa apartada, dispuesto a revisar mis notas del día en paz. De repente, un grupo de cinco jóvenes irrumpió con risas y alboroto: dos chicos y tres chicas que parecían disfrutar al máximo el momento. De reojo, observé su mesa. Las chicas eran atractivas, y todos intercambiaban bromas sobre el trabajo, las relaciones, sus pasatiempos y hasta programas de televisión. Una de ellas, en particular, se burlaba con ingenio de lo poco que los chicos valoraban la buena literatura, haciendo comentarios mordaces sobre su limitada inteligencia. Sus palabras me hicieron reír en mis adentros.
Volví a concentrarme en mis notas, pero no pude evitar seguir escuchando la conversación del grupo. La chica mordaz, con una sonrisa segura, defendía que su empleo era el mejor, ya que le permitía expresar toda clase de emociones y sentimientos. Los demás bromeaban, diciendo que tenía suerte, que para ella todo parecía un juego, y además se quejaban de lo bien remunerado que podía ser ese "trabajo". No tardé en deducir que era artista.
Mi mesa estaba justo frente a la de ellos, pero me cuidé de no levantar la mirada para que no se dieran cuenta de que estaba escuchando. Fingía estar concentrado en mis notas cuando, de repente, la chica artista se levantó anunciando que iba a los sanitarios. Al caminar hacia mí, chocó sin querer con una de las sillas de mi mesa. "Pero qué torpe," se dijo a sí misma, y al levantar la vista, nuestras miradas se cruzaron. Zafiro contra esmeralda. Sus ojos, de un azul tan profundo como el cielo, me resultaban inquietantemente familiares, un color que no había visto en 15 años. Ese instante me transportó al pasado, a un amor que, aunque real, siempre había sido imposible, un amor que parecía capaz de atravesar el tiempo mismo.
"Tus ojos", dijimos al unísono, casi en un susurro. Nos mirábamos con la intensidad de quien busca a alguien más allá de la simple apariencia, como si nuestros recuerdos se reflejaran en esa mirada compartida. Su cabello rubio caía en suaves ondas a ambos lados de su rostro, enmarcando una belleza que me dejó sin palabras. Pero la magia de ese momento se rompió abruptamente cuando un chico se acercó a ella y, con una voz despreocupada, le preguntó si estaba bien. Ella lo miró, sonriendo levemente, y respondió que solo había tropezado. Con un gesto despreocupado, se alejó de él y siguió su camino hacia el baño. Fue entonces cuando noté que el chico, atractivo y seguro de sí mismo, me dirigía una mirada cargada de desagrado.
Mi mente quedó en shock. Una mezcla de nervios y atrevimiento me invadió. Quería acercarme a ella, pero el chico parado frente a mi mesa —quien seguía observándome— parecía ser su novio. Fingí indiferencia, volviendo a mis notas como si nada hubiera pasado, aunque mi mente se disparaba con posibilidades. Pensaba en cada escenario: invitarle una copa, acercarme a su grupo de amigos, proponerle una salida, tal vez una cena juntos, incluso llevarla a mi departamento. O, quizás, lo más prudente sería no hacer nada. Cada opción me daba vueltas, mientras trataba de decidir si debía seguir al impulso o dejarlo pasar.
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La chica del bar
FanfictionArnold Shortman, un joven arqueólogo apasionado por viajar y descubrir tesoros históricos, llega a Londres con la misión de identificar y autentificar piezas prehistóricas en el Museo de Historia Natural. Tras una larga y extenuante jornada de traba...