1. Brumalia

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El pueblo de Brumalia yacía en una quietud malsana, como si todo a su alrededor hubiese dejado de latir hacía ya demasiado tiempo. Las casas, antes erguidas con orgullo, se inclinaban ahora como ancianos vencidos por el peso de sus secretos. Sus tejados, torcidos y rotos, parecían deformarse bajo la carga de los años, y las ventanas vacías observaban el mundo exterior con ojos huecos, como si lo hubieran visto todo y ya no desearan ver más. Las puertas, entreabiertas o completamente colapsadas, crujían en un ritmo monótono cada vez que el viento frío se colaba entre sus grietas, susurrando cuentos olvidados en el idioma de los espectros.

Los árboles que una vez bordeaban las calles como guardianes de hojas verdes, ahora alzaban sus ramas desnudas y retorcidas hacia el cielo. Eran como manos famélicas que, tras siglos de intentar atrapar la luz, se habían rendido, aferradas a la desesperación de un cielo eternamente gris. La atmósfera estaba cargada de una tristeza espesa, la clase de tristeza que se posa en los hombros como una capa de polvo que no se sacude, sino que se acumula con el tiempo, impregnando cada rincón con su peso. Un viento constante, gélido y afilado, barría las calles, trayendo consigo el murmullo de los recuerdos, aquellos que el pueblo intentaba, pero nunca lograba, olvidar.

Edgar caminaba en medio de todo aquello como una sombra más, un alma flotante que encajaba demasiado bien en ese paisaje en descomposición. Su figura delgada, envuelta en una capa raída que se balanceaba con el viento, parecía fundirse con las sombras que lo rodeaban. Su rostro, pálido como la luna velada que apenas se dejaba entrever entre las nubes, estaba enmarcado por un cabello desordenado, que parecía tener vida propia, retorciéndose con cada brisa. Pero lo más inquietante eran sus ojos. Grandes, demasiado grandes para un rostro tan delgado, y siempre abiertos de par en par, como si esperaran ver algo extraordinario en cualquier momento, algo que tal vez nunca llegara.

Edgar no era un joven ordinario. No encajaba ni con el pueblo, ni con su decadencia. Había una chispa en él, una chispa que no había sido apagada por la tristeza que envolvía a Brumalia. Desde niño, había sentido que el pueblo estaba roto, incompleto, como una máquina a la que le faltara una pieza clave. Y esa pieza, Edgar lo sabía, estaba enterrada en el pasado, en una historia que pocos querían recordar, pero que él había alimentado en su mente durante años.

Las leyendas sobre los magos eran algo que siempre lo habían fascinado. Se decía que, mucho tiempo atrás, antes de que las sombras cubrieran Brumalia, un grupo de magos había traído al pueblo su época de mayor esplendor. Bajo su protección, los campos florecieron, las casas crecieron, y la gente vivió con alegría. Pero, como en toda historia que involucra poder, la avaricia y el miedo de los hombres pronto se interpusieron.

Los magos habían sido acusados de traición tras un suceso trágico que nadie pudo explicar: en el corazón del invierno más crudo que Brumalia había conocido, el río principal que alimentaba al pueblo, antaño caudaloso, se secó de la noche a la mañana. Los cultivos murieron, el ganado pereció de sed, y los pozos se llenaron de lodo. Desesperados, los aldeanos culparon a los magos, pues había rumores de que sus poderes manipulaban las fuerzas de la naturaleza. La paranoia creció, y cuando una extraña peste comenzó a propagarse entre las familias más pobres, muchos afirmaron que los magos habían abandonado al pueblo, retirando su protección y condenándolos a la ruina. Con miedo y furia, los aldeanos los cazaron, y una noche, sin juicio ni piedad, los arrastraron hasta el bosque y los asesinaron, enterrándolos en lo más profundo de la tierra, donde nadie pudiera recordarlos.

Sin embargo, esas viejas historias no habían sido más que eso: historias. O eso creía el pueblo. Edgar, en cambio, siempre había sentido algo más. Una conexión inexplicable con aquellos seres, una fuerza que lo empujaba a descubrir qué había realmente detrás de esas leyendas. Sabía, en lo más profundo de su ser, que los magos no habían desaparecido del todo. No, su poder aún estaba ahí, enterrado con ellos, esperando ser desenterrado por alguien lo suficientemente loco —o desesperado— como para intentarlo.

Cuentos del Cementerio TorcidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora