Sentado contra una pared, con las rodillas abrazadas contra su pecho y el rostro hundido entre los brazos, el pequeño pelinegro era la viva imagen de la desolación.
Desde que había llegado, apenas había comido o hablado con alguien, lo único qué se sabía de el era su nombre. Se mantenía a un lado, en silencio, como si su presencia misma no tuviera importancia. El hambre debía estar devorándolo por dentro, pero era como si no le importara. Nada le importaba.
Tommy lo observaba desde la distancia, apoyado contra una de las cercas que rodeaban la comunidad, con una mezcla de dolor y frustración en el pecho. Cada vez que sus ojos se posaban en el joven, veía a su hijo. A su maldito hijo, no solo parecía tener la misma edad que cuando murió, sino que había algo en su postura, en esa mirada perdida y vacía, que le recordaba demasiado a si mismo cuando lo perdio. Era una herida que jamás sanaría, y ver a Jesse ahora era como revivir ese dolor, una y otra vez.
Era extraña y cruel la coincidencia de que Jesse, en su semblante decaído y roto, se parecía físicamente a su hijo. Tenían la misma complexión, el mismo cabello oscuro que caía desordenado sobre la frente. Cada vez que lo miraba, su corazón daba un vuelco. Sentía que, de alguna manera, el universo le estaba jugando una mala broma.
Tommy cerró los ojos por un momento, intentando contener la marea de emociones que lo golpeaba. No podía dejar que los recuerdos lo dominaran, no ahora. No cuando sabía que el chico frente a él estaba sufriendo tanto. El niño estaba muriendo lentamente, consumido por el dolor de haber perdido a su madre.
Cómo podría dejarlo sólo
Se preguntaba Tommy. No era solo el recuerdo de su hijo lo que lo empujaba a acercarse a Jesse, era algo más profundo, una necesidad desesperada de protegerlo. Como si, al salvar a Jesse de esa oscuridad, de alguna forma pudiera redimir la impotencia que sintió al perder a su propio hijo.
