2. Coco

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El viento aullaba con una cadencia lúgubre mientras ascendía por la colina, haciendo que las ramas desnudas de los árboles se agitaban como dedos artríticos intentando alcanzar el cielo. En lo alto, observando desde su trono de olvido, se erigía la mansión Hollowgrave. Un caserón de piedra oscura que, aunque marchito por los siglos, se aferraba a la tierra como si estuviera decidido a no desmoronarse, desafiando el paso del tiempo con su fría presencia. Las paredes, ennegrecidas por el musgo y las lluvias ácidas de inviernos olvidados, parecían retorcerse en su propia descomposición, como si la casa misma estuviera luchando contra una maldición que ya nadie recordaba.

Las ventanas, enormes y vacías, brillaban débilmente bajo la luz mortecina de la tarde, reflejando nada más que el gris de las nubes cargadas de tormenta. Parecían los ojos apagados de un gigante que había muerto de pie, viendo el paso de generaciones sin inmutarse, indiferente a las historias de horror que se habían tejido a su alrededor. Ningún sonido provenía de su interior; solo el crujido ocasional de la madera vieja que, como un lamento ahogado, resonaba en los pasillos vacíos.

El sendero que conducía a la mansión estaba cubierto de maleza y zarzas, como si la naturaleza, lentamente, intentara reclamar lo que una vez fue suyo. Las hojas secas que alfombraban el suelo crujían bajo los botines de Martha mientras ascendía con paso decidido. La mujer, de cabello oscuro recogido en un sobrio moño, no parecía en absoluto perturbada por la atmósfera de abandono y decadencia que la rodeaba. Su figura, delgada y erguida, avanzaba con la firmeza de alguien que había recorrido largas distancias en su vida, cansada ya de los temores triviales ajenos.

Había escuchado todas las historias. Claro que sí. El pueblo más cercano -si es que podía llamarse pueblo a ese conjunto de casas desvencijadas que se aferraban al borde del bosque- había sido generoso en sus advertencias. «Hollowgrave Manor está maldita», decían las viejas mientras se acurrucaban en sus mantas al calor de sus chimeneas, temblando al recordar. «Nadie en su sano juicio compraría ese lugar, y menos viviría en él».

Los rumores, sin embargo, eran tan contradictorios que rozaban lo ridículo. Unos decían que los antiguos dueños habían sido asesinados en la noche por un sirviente enloquecido. Otros afirmaban que la misma mansión los había consumido lentamente, llevándolos a la locura con susurros inaudibles que serpenteaban por los pasillos oscuros. Incluso había quien juraba que la casa tenía vida propia, que su estructura se movía y cambiaba, atrapando a sus inquilinos en un laberinto del que no podían escapar. En fin, cuentos para asustar a los niños o para evitar que los curiosos molestaran la quietud de ese lugar olvidado.

Martha no era de esas personas que creían en tonterías. Para ella, todo tenía una explicación lógica, y las leyendas locales no eran más que supercherías de mentes aburridas. El bajo precio de la propiedad, junto con su ubicación apartada, fue lo que realmente había capturado su interés. Un refugio perfecto para empezar de nuevo, lejos del bullicio de la ciudad y de las obligaciones que ya no quería cargar. Una mansión grande, a precio irrisorio, con espacio de sobra para su pequeño schnauzer negro, Coco. ¿Qué más podía pedir?

Desde la distancia, la mansión parecía desmoronarse en silencio. Las grietas en las paredes se ramificaban como venas secas por toda la estructura, y las hojas de los robles cercanos se amontonaban en las esquinas de los porches, como si la propia naturaleza hubiera decidido enterrar la casa en un otoño perpetuo. Las tejas del tejado, algunas de ellas rotas o ausentes, permitían que el viento se colara, silbando con un sonido que parecía casi humano. Unos niños habrían jurado que era la risa de los antiguos habitantes, o tal vez un llanto lejano, pero Martha, con su escepticismo frío y calculador, solo escuchaba el aire y el silencio.

Se detuvo frente a la puerta principal. Una puerta doble de madera oscura, desgastada por los años, pero todavía imponente. Alzó una mano y tocó el picaporte de bronce, que estaba sorprendentemente frío al tacto, como si la casa se negara a compartir su calor con los vivos. Observó a su alrededor, con ese gesto despreocupado que tenía cuando quería hacerse creer que no le importaba lo que los demás pensaran. No había nadie. Ni un alma. El pueblo quedaba demasiado lejos para que los curiosos vinieran a espiar su llegada, y la casa, desde luego, no parecía tener intención de recibirla con nada más que silencio.

Cuentos del Cementerio TorcidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora