Parte 1.1: El escritor que se bloqueaba a propósito.

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Mar de las sombras, 1991.

Jamás imaginó que estaría allí, parada frente a esa casa, teniendo esa decisión en mente, después de haber vivido todo lo que vivió.

Tras guardar la linterna, notó cuán soberbia era la oscuridad. Lo más parecido a un punto de luz era el blanco apagado de la fachada que se imponía delante de ella. No había rastros de la luna en el cielo. Ninguna estrella brillaba. Las nubes, a punto de colapsar, avisaban que la tormenta llegaría en cualquier momento.

Celinda evitaba mirar a su espalda, donde cientos de árboles se fusionaban en lo oscuro, creando un espectro gigante. La naturaleza acechaba, preparándose para atacar. Mirara donde mirara, todo daba la sutil impresión de que aquel ambiente la devoraría.

Era verano, pero esa noche, el frío se colaba hasta en los poros más minúsculos de sus huesos. O tal vez no era así; tal vez era su propio miedo el que la hacía tiritar.

Debí traerme un abrigo.

No tuvo tiempo.

La puerta de madera empezó a hacérsele irreal. Se sentía en un escenario montado especialmente para reproducir una pesadilla. Amagó con llamar a la puerta, cuando se le cruzó un pensamiento: una vez abierta, ya no habría marcha atrás. Y entonces, el miedo regresó. Gotas de sudor pasearon por su frente, por su cuello... Eran frías, mucho más heladas que las que la acechaban desde el principio. Con tal de darse algo de valor -pues no tenía más remedio que entrar-, le contestó a su conciencia que ya hacía mucho que las cosas habían cambiado y esta no se lo discutió.

Le pareció que aquellos dos golpecitos contra la madera eran los primeros sonidos en escucharse en todo el bosque en cientos de años. Nadie contestó. Sus nervios aumentaron; demasiada tensión para alguien que estaba acostumbrada a una vida tranquila. Ya quería entrar y terminar esta historia... ¿o en realidad no?

Insistió por segunda vez, con más fuerza, con más rabia. La puerta se abrió, tan abrupta como una ráfaga de viento, y la muchacha casi pegó un grito.

Estaba ahí, detrás, pero no me quería abrir. Estuvo ahí todo el tiempo, desde que llegué, esperando. Lo sé.

-¿Quién carajo sos? -Le preguntó una voz gruesa, avejentada por la amargura de las desgracias.

-Disculpe la hora, señor. -Le costaba hablar; aquel hombre alto y con el temple tan serio era parte del decorado que la intimidaba-. Vengo a ver a Miguel. Es urgente.

-Ya estuvo el otro chico acá y hablé con él todo lo que tenía que hablar. Déjennos en paz.

Celinda se lo quedó mirando, como si la respuesta fuera a iluminarse con letras de neón sobre la cara del viejo. Este comprendió al instante que la joven no tenía ni la más remota idea de lo que le hablaba.

-No importa, pasá.

Cuando quiso asimilarlo, la puerta ya se había cerrado tras ella. Frunció la nariz, asqueada. Aunque su corazón se estremecía observando ahora la casa desde el interior, entendió que, en otro contexto, la habría encontrado cálida y amena. Eso la calmó un poco.

-Miguel está durmiendo -comentó el viejo.

-¿Dónde está su cuarto?

El viejo la fulminó con la mirada. Celinda, avergonzada, bajó la cabeza y juntó las manos, haciéndose chiquitita. Debió haber previsto esa reacción, sabiendo que la familia de su amigo era muy conservadora. Incluso, ella debía ser la primera jovencita que pisaba esa casa.

O tal vez no.

Un portarretratos capturó su atención, ganándole a los diversos títulos sobre los lomos de los libros, el cenicero con la inscripción de un hotel, el caballo de bronce o el espantoso ekeko: una nena, de cabello azabache y de ojos almendrados, le sonreía frente a la misma puerta donde ella había estado un minuto antes, pero rodeada de luz y de color. La foto parecía haber sido tomada en algún universo muy lejano.

LA ÚLTIMA LLAMADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora