CAPITULO 6

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El rugido del transporte militar se desvaneció en un zumbido constante, reemplazado por el canto agudo de insectos desconocidos y el murmullo sofocante de la selva. La rampa trasera del vehículo se abrió de golpe, revelando un muro verde esmeralda que parecía tragarse la poca luz que se filtraba a través del denso follaje. El calor húmedo golpeó a Aleksh como una ola, empapando su uniforme en segundos.

—Bienvenidos al paraíso, reclutas —dijo el Sargento Krieg con una sonrisa cruel—. O al menos, a lo más parecido al paraíso que verán en esta maldita guerra.

Los reclutas, aún atontados por el viaje y la abrumadora humedad, bajaron del transporte con torpeza. Aleksh buscó a Tser con la mirada, encontrándola cerca del final de la fila, su rostro impasible, como si la selva fuera tan familiar para ella como el campo de entrenamiento. Sus ojos violetas, sin embargo, brillaban con una intensidad que a Aleksh le pareció inquietante.

—Formación de combate —ordenó Krieg—. Unidad Alfa a la vanguardia, Unidad Omega en la retaguardia. Mantengan los ojos abiertos y las armas listas. Los Narzcis no son conocidos por su hospitalidad.

La columna de reclutas se adentró en la selva, siguiendo un sendero apenas visible que se perdía en la maraña verde. El aire se espesó, cargado de aromas a tierra húmeda, vegetación en descomposición y un peligro intangible que hacía que la piel de Aleksh se erizara. Cada crujido de ramas, cada sombra que se movía entre los árboles, lo ponía en alerta máxima, su rifle aferrado con fuerza.

—Relájate, Drive —susurró Tser, apareciendo a su lado como un fantasma—. Si vas a dispararle a cada hoja que se mueva, te quedarás sin municiones antes de ver al primer Narzci.

—¿Cómo puedes estar tan tranquila? —preguntó Aleksh, su voz apenas audible por encima del zumbido de los insectos—. ¿No te da miedo?

—El miedo es un lujo que no podemos permitirnos —respondió Tser, su mirada fija en la espesura—. Pero la precaución es una virtud.

Avanzaron durante horas, el tiempo difuminándose en un sudario de calor y humedad. El silencio de la selva, roto solo por los sonidos de sus propios movimientos, era más opresivo que cualquier ruido de batalla. La tensión, palpable en cada uno de los reclutas, se asentaba como una capa adicional de sudor sobre sus cuerpos.

—Alto —ordenó Krieg, levantando la mano—. Descanso de diez minutos. Coman algo y revisen su equipo.

Aleksh se desplomó junto a un árbol gigantesco, su espalda apoyada contra la corteza rugosa. Abrió su ración de combate con manos temblorosas, su apetito desvanecido por la ansiedad.

—No deberías preocuparte tanto —dijo Tser, sentándose a su lado y compartiendo su propia ración—. Los Narzcis no suelen atacar en la selva profunda. Prefieren terreno abierto donde su tecnología les da ventaja.

—Pero ¿y si nos emboscan? —preguntó Aleksh, masticando la comida sin sabor—. ¿Y si nos están esperando?

—Entonces lucharemos —respondió Tser con una serenidad que a Aleksh le pareció sobrenatural—. Y haremos lo que tengamos que hacer para sobrevivir.

Aleksh la observó en silencio, tratando de descifrar el enigma que era Tser. Su belleza, su eficiencia letal en el combate, su conocimiento de los Narzcis, todo en ella apuntaba a un secreto que se negaba a revelar. ¿Era una desertora? ¿Una espía? ¿O algo aún más extraño?

El sonido de un disparo, agudo y cercano, cortó sus pensamientos como un cuchillo.

—¡Contacto enemigo! —gritó Krieg—. ¡Formación de combate! ¡Unidad Alfa, flanquear por la derecha! ¡Unidad Omega, cubrir la retaguardia!

El caos estalló en la selva. Los reclutas, sacudidos de su letargo, se dispersaron entre los árboles, buscando cobertura mientras devolvían el fuego a un enemigo invisible. Aleksh sintió una oleada de adrenalina que borró cualquier vestigio de miedo.

—Cúbreme —dijo Tser, su voz fría y precisa—. Voy a flanquearlos.

Y antes de que Aleksh pudiera responder, ella desapareció entre la maleza, moviéndose con una velocidad y sigilo que desafiaban la lógica. Los disparos se intensificaron, el sonido de las armas Narzcis, un zumbido metálico y extraño, se mezclaba con el staccato de los rifles de los reclutas. Aleksh, disparando a ciegas hacia la fuente del fuego enemigo, se sintió atrapado en un laberinto de sonido y furia, donde cada paso podía ser el último.

De repente, un movimiento a su izquierda llamó su atención. Un Narzci, una figura imponente de metal y carne, irrumpió entre los árboles, su arma apuntando directamente a él. El tiempo pareció ralentizarse. Aleksh vio el brillo del metal, el ojo rojo del visor, la mueca cruel en el rostro del Narzci. Y supo que iba a morir.

Pero en el último instante, una figura se interpuso entre él y la muerte. Tser, su cuerpo moviéndose con una fluidez imposible, desvió el disparo del Narzci con un movimiento de su rifle. El arma enemiga explotó en una lluvia de chispas y metralla, y el Narzci, desequilibrado, se tambaleó hacia atrás.

—Aprovecha —gritó Tser, su voz tensa por el esfuerzo—. ¡Ahora!

Aleksh, sacudido de su parálisis, apuntó su rifle al pecho del Narzci, donde intuía que se encontraba su punto débil. Apretó el gatillo. El disparo resonó en la selva, seguido de un grito metálico de dolor. El Narzci se desplomó, su cuerpo convulsionando antes de quedar inmóvil.

Aleksh se quedó mirando la escena, su corazón latiendo con fuerza contra sus costillas. Había matado. Había sobrevivido. Pero la victoria tenía un sabor amargo en su boca.

—Buen disparo —dijo Tser, apareciendo a su lado, su rostro pálido pero sereno—. Un poco más a la izquierda y habrías dado en su núcleo de energía. Hubiéramos tenido una explosión bastante desagradable.

—Gracias —susurró Aleksh, aún temblando por la adrenalina—. Me salvaste la vida.

Tser lo miró fijamente, sus ojos violetas escudriñando su alma.

—No seas tan dramático, Drive —dijo con una leve sonrisa—. En esta guerra, todos nos salvamos la vida mutuamente. Al menos, por ahora.

El sonido de disparos se fue apagando a lo lejos, reemplazado por los gemidos de los heridos y el silencio expectante de la selva. La batalla había terminado, por ahora. Pero Aleksh sabía que esto era solo el comienzo. La guerra había llegado, y las decisiones que tendría que tomar ya no serían dilemas filosóficos, sino cuestiones de vida o muerte.

T-S3RDonde viven las historias. Descúbrelo ahora