CAPÍTULO 8

0 0 0
                                    

El corazón de Aleksh golpeaba con la fuerza de un tambor de guerra contra sus costillas. Cada respiración era una tortura, un miedo visceral que le llenaba la garganta con un nudo helado. Podía oír a los Narzcis moviéndose fuera de la cueva, sus voces metálicas resonando en la húmeda oscuridad. Sus pasos, pesados y calculados, se acercaban peligrosamente.

Un haz de luz fría y azulada penetró en la cueva, barriendo la oscuridad con una precisión quirúrgica. Aleksh se encogió aún más en su escondite, rezando para que las sombras lo ocultaran de la mirada implacable del enemigo. Sabía que era una esperanza vana. Los Narzcis eran cazadores expertos, sus sentidos agudizados por la tecnología que los convertía en máquinas de matar casi perfectas.

—Aquí —dijo una voz, fría y cortante como el acero—. Hay alguien aquí.

La luz se posó sobre Tser, revelándola en toda su fragilidad. Pálida, con la sangre manchando el vendaje improvisado en su frente, aún se mantenía erguida, desafiando a sus captores con una mirada que no mostraba miedo, sino una furia contenida.

—No te muevas, humana —ordenó la voz, y dos Narzcis, sus cuerpos imponentes como armaduras vivientes, entraron en la cueva. Sus armas, extrañas y amenazantes, apuntaban directamente a Tser.

—No le harán daño —dijo Tser, su voz firme a pesar del temblor en sus manos—. Soy yo a quien buscan.

Aleksh, incapaz de soportar la impotencia de la situación, salió de su escondite, interponiéndose entre Tser y los Narzcis.

—Déjenla en paz —dijo, su voz temblorosa pero llena de una determinación que lo sorprendió incluso a él mismo—. No tiene nada que ver con esto.

Los Narzcis lo miraron con una mezcla de curiosidad y desprecio. Para ellos, Aleksh era un insecto insignificante, una criatura inferior que no merecía ni siquiera su atención.

—Apártate, humano —dijo uno de los Narzcis, su voz un zumbido metálico que reverberó en la cueva—. No interfieras en asuntos que no te conciernen.

—No me moveré —respondió Aleksh, su cuerpo temblando por la adrenalina, pero sus pies firmes en el suelo—. Si quieren llevársela, tendrán que pasar sobre mí.

Un silencio tenso se apoderó de la cueva. Los Narzcis, sorprendidos por la inesperada resistencia de Aleksh, se miraron entre sí, como si estuvieran evaluando la situación. Tser, por su parte, observaba a Aleksh con una mezcla de asombro y preocupación en sus ojos violetas.

—Eres un tonto, Aleksh —dijo Tser, su voz baja y urgente—. No puedes ganar.

—No me importa —respondió Aleksh, sin apartar la mirada de los Narzcis—. No te dejaré sola.

Los Narzcis, cansados del juego, se movieron con una velocidad sorprendente. En un abrir y cerrar de ojos, Aleksh se vio rodeado, sus brazos retorcidos a su espalda, un dolor agudo recorriendo sus articulaciones. Tser, con un grito de frustración, intentó intervenir, pero fue inmovilizada con la misma brutal eficiencia.

—Insensatos —dijo uno de los Narzcis, su voz un gruñido metálico—. Su resistencia es inútil. Ahora son nuestros prisioneros.

Los Narzcis los sacaron de la cueva a empellones, la luz del día golpeándolos con la fuerza de una bofetada. Aleksh, desorientado y dolorido, apenas podía mantener el equilibrio. Tser, a su lado, caminaba con la cabeza alta, su mirada desafiante, como si se negara a doblegarse ante sus captores.

—Adónde nos llevan —preguntó Aleksh, su voz apenas un susurro.

—A vuestro destino —respondió uno de los Narzcis, con una crueldad gélida en su voz—. A la justicia Narzci.

Aleksh sintió un escalofrío recorrer su espalda. La selva, que antes había sido un escenario de guerra, ahora se transformaba en un camino hacia lo desconocido, un viaje hacia un destino incierto. Y en su corazón, una pregunta lo atormentaba: ¿era este el final del camino, o solo el comienzo de una pesadilla aún mayor?

T-S3RDonde viven las historias. Descúbrelo ahora