La brisa nocturna golpeaba mi rostro mientras aceleraba la moto. El rugido del motor retumbaba en mis oídos, acompañando el latido frenético de mi corazón. El camino que llevaba fuera de Yokohama serpenteaba a través de las colinas, alejándome de la civilización, de la rutina, de cualquier cosa que pudiera considerarse normal. Era un trayecto que conocía bien, aunque llevaba un año sin recorrerlo. Cada curva y desnivel se sentían casi familiares bajo mis ruedas, como si los kilómetros recorridos en el pasado hubieran dejado una huella en el asfalto, una que ahora yo volvía a seguir.
Las luces de la ciudad se iban quedando atrás, desvaneciéndose en el horizonte, reemplazadas por la oscuridad de la noche. No había farolas en esta parte del camino, solo la luz de mi faro, que cortaba la negrura como una cuchilla afilada, proyectando sombras extrañas en los árboles que bordeaban la carretera. El aire olía a humedad, con un toque metálico, como si la lluvia estuviera al acecho en algún lugar lejano. El viento agitaba mi cabello blanco, pero no me molesté en peinarlo hacia atrás. Me gustaba sentirlo desordenado, una sensación de libertad que contrastaba con el lugar hacia el que me dirigía.
Finalmente, la silueta de un viejo almacén abandonado apareció a la distancia, su estructura metálica oxidada destacando contra el cielo nocturno. Ese almacén, situado en un terreno baldío fuera de la ciudad, era el lugar donde solían celebrarse las peleas clandestinas. Las paredes de chapa se alzaban como un testamento silencioso de años de decadencia, graffiti cubría la mayor parte de la fachada, con dibujos y palabras que eran más una expresión de ira y desesperación que de arte. Las ventanas, algunas de ellas rotas, dejaban ver una luz tenue que se filtraba desde el interior, iluminando parcialmente el terreno frente a la entrada principal.
Aparqué la moto en un rincón oscuro y la apagué, dejando que el silencio momentáneo llenara mis oídos antes de desmontar. El crujir de la grava bajo mis botas resonó con un eco extraño mientras caminaba hacia el almacén. Un año sin pisar este lugar y, sin embargo, no había cambiado nada. Parecía que el tiempo aquí se había detenido, como si este sitio existiera en un limbo, donde las reglas del mundo exterior no aplicaban. No es que eso me molestara; de hecho, era justo lo que necesitaba.
Al acercarme, pude escuchar las voces que provenían del interior. Eran profundas y guturales, la clase de sonidos que solo se escuchan en lugares como este, donde el dolor y la violencia eran la moneda de cambio. La entrada principal estaba custodiada por dos hombres grandes, sus rostros marcados por cicatrices y miradas duras. Reconocí a uno de ellos; me conocía de mis tiempos más activos en las peleas. Me observó con una mezcla de sorpresa y reconocimiento.
—Vaya, mira quién ha vuelto —dijo con una sonrisa torcida, cruzando los brazos sobre su pecho musculoso.
—No pensabas que me iba a quedar fuera para siempre, ¿verdad? —le respondí, tratando de que mi tono sonara casual, aunque en el fondo sentía una mezcla de nervios y adrenalina.
El guardia me dejó pasar sin más preguntas, y crucé la puerta metálica hacia el interior. El ambiente cambió de inmediato: el aire estaba cargado de humo de cigarrillo, sudor y esa energía cruda que solo las peleas podían generar.
Las paredes, ennegrecidas por los años y el hollín, parecían absorber el ruido de los gritos y el murmullo constante de las conversaciones. La gente se aglomeraba en torno a un cuadrilátero improvisado, hecho de madera vieja y cuerdas desgastadas, donde dos hombres ya estaban en medio de un combate. El sonido de los golpes resonaba en el espacio cerrado, haciendo vibrar las vigas del techo.
Me moví entre la multitud, consciente de que algunas miradas se dirigían hacia mí, con curiosidad o reconocimiento. Había sido alguien en este mundo, no solo por mi habilidad para pelear, sino también porque mi apariencia, con el cabello blanco y los ojos de distinto color, me había hecho destacar desde el principio.
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📚Bajo la sombra de la razón📚
ФанфикA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...