El depósito.

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Mierda. Mierda, mierda, mierda. ¿Qué hago ahora?

Mateo no podía dejar de repetir las palabras, mientras su mente se sumergía en el caos. El eco de los gruñidos y los pasos cada vez más cercanos le quemaban los oídos. Cada respiración, cada latido de su corazón era un golpe de martillo en su pecho. No podía pensar. No podía pensar. Todo a su alrededor se movía a una velocidad inhumana, un torbellino de terror que lo arrastraba sin compasión.

La adrenalina lo invadía como un veneno, corriendo por sus venas, amplificando cada sonido, cada sombra, cada crujido del suelo. Estaba completamente atrapado. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Por qué había dejado que todo se desmoronara? La puerta del almacén estaba cada vez más cerca, pero ¿sería suficiente para contenerlos?

Un grito desgarrador lo sacó de su confusión. No podía ser. ¿Estaba tan cerca? Sintió un sudor frío recorriéndole la frente, sus manos resbalaban sobre la empuñadura de la puerta. De un solo empujón, la cerró con fuerza, el retumbar metálico reverberando en su interior, una última barrera entre él y lo que venía. Sin perder un segundo, se arrastró hasta la esquina más alejada, su respiración se volvió agitada, forzada, casi ensordecedora. ¡Cálmate! ¡Cálmate! se ordenó a sí mismo, pero su mente solo podía pensar en una cosa: el sonido de aquellos gruñidos que no cesaban.

Sus ojos se clavaron en la rendija por donde la luz se filtraba desde la ventana rota. ¿Estaban entrando? ¿Ya estaban dentro? El silencio, solo roto por el sonido de su respiración, lo apretaba como una garra. Sin embargo, no pudo evitar ver las primeras sombras que se colaban por la ventana. No. No podía. No quería verlos. Pero ahí estaban, inconfundibles, como una plaga que lo devoraría vivo.

La sensación de impotencia lo inundó. Estaba acorralado. Acabado. No había escapatoria. Solo podía esperar a que su cuerpo cayera al suelo, frío, sin vida, como todos los que ya no estaban. ¿Sería ese su destino? ¿Morir solo, como tantos otros antes que él?

La desesperación lo envolvía como una niebla espesa, pero entonces algo lo hizo detenerse en seco. Un golpe sordo resonó en el aire. La vibración llegó hasta sus huesos, un estruendo que pareció partir la realidad en dos.


¿Qué fue eso? Mateo levantó la cabeza con rapidez, los ojos desorbitados, buscando el origen del sonido. Entonces, lo escuchó: un disparo.
Un solo disparo. Y luego, el silencio. Un silencio profundo, inquietante. Un silencio que rompió la desesperanza que se había apoderado de él.

Fue solo un segundo, pero parecía una eternidad. Cuando su mente empezó a procesar lo que había sucedido, un estremecimiento recorrió su cuerpo. Un disparo... y luego, el cuerpo de uno de los monstruos cayó al suelo con un ruido sordo. La cabeza explotó, como una fruta madura golpeada por una piedra. El impacto fue brutal, fulminante, y el resto de las criaturas dejó de moverse, al menos por un segundo.

Mateo se quedó helado, mirando con los ojos entrecerrados. ¿Qué demonios? La pregunta le retumbaba en la cabeza mientras, con el corazón aún latiendo con furia en su pecho, observaba la figura en la distancia.

Ahí, entre las sombras de la entrada rota, se erguía una figura humana. Un chico. Un adolescente, tal vez, con una pistola en las manos. Parecía más un espectro que una persona real. Su respiración era controlada, calmada, como si acabara de disparar con la misma naturalidad con la que alguien vaciaría una caja de cerillas.

Mateo no podía creerlo. Un ser humano. Después de meses sin ver a nadie más que esos monstruos, por fin había una persona al otro lado. ¿Pero quién era? ¿De dónde había salido?

Tal vez en otra vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora