En Marte, el viento azotaba las ciudades con un eco frío que parecía advertir de lo que estaba por venir. Me llamo Eva y vengo a contaros mi historia, mi verdadera historia.
Adán y yo formábamos parte de una civilización que había alcanzado el pico de su desarrollo, explorando ciencia, tecnología y arte con una intensidad que rozaba lo obsesivo. Como científicos, habíamos dedicado nuestras vidas a investigar el potencial de nuestro planeta y las nuevas tecnologías, sin reparar en lo verdaderamente importante: su preservación. Marte fue un lugar próspero, con vastas extensiones de agua y un clima favorable. Sin embargo, los signos de agotamiento comenzaron
a ser visibles: los recursos del planeta escaseaban y los efectos de la explotación sin control se hacían evidentes en los suelos áridos y el aire contaminado.
Al principio, pocos prestaron atención a las advertencias que lanzaban ecologistas y grupos ambientalistas. Adán y yo, como tantos otros, nos sumergimos en nuestra rutina diaria, ajenos a los gritos de alarma de nuestros colegas científicos encargados de la preservación de nuestro planeta. Era más fácil ignorar el problema que enfrentarlo. Pero cuando el agua comenzó a ser racionada y las primeras guerras por recursos estallaron en las zonas más pobres, la realidad golpeó a todos sin piedad. La estabilidad de Marte pendía de un hilo, y la paz parecía ser un recuerdo distante.
La guerra nuclear no tardó en llegar. Las naciones marcianas se dividieron en facciones, cada una dispuesta a defender sus escasos recursos hasta el último hombre. Desde la ventana de nuestro apartamento, observaba los cielos enrojecidos, ya no por la atmósfera marciana, sino por el humo y las cenizas que cubrían todo el planeta. Adán y yo sabíamos que la situación no tenía vuelta atrás. Decidimos que, si queríamos tener alguna esperanza de vida, debíamos abandonar Marte de inmediato.
Fue en medio de ese caos donde encontramos la última cápsula de escape en la sede científica de Listea, nuestra ciudad natal. No era un lujo; estaba diseñada para situaciones de emergencia, apenas equipada para un viaje muy básico. Pero era nuestra única oportunidad. Nos apresuramos a llenarla con lo esencial: documentos científicos, equipos de investigación y algunas semillas que habíamos logrado salvar. Al despegar, Marte quedó atrás, reducido a una esfera rojiza en medio del vasto universo. Nos miramos, comprendiendo que no había vuelta atrás y que nuestra vida dependía ahora de lo desconocido.
El viaje fue largo y agotador, meses en los que los días se fusionaban con las noches, sin más luz que las estrellas lejanas. Los suministros escaseaban; no sabíamos si las semillas brotarían en esa cápsula fría y oscura. Cada pequeño fallo en la cápsula era una amenaza para nuestra supervivencia. A veces, cuando los sistemas de soporte de vida fallaban momentáneamente, pensábamos en las ciudades que habíamos dejado atrás, en el hogar que nunca veríamos de nuevo. Pero Adán y yo nos sosteníamos, con una fuerza silenciosa que nunca habíamos visto antes. Juntos compartíamos esa lucha por la supervivencia, confiando en que algún día encontraríamos un nuevo hogar.
Finalmente, apareció en nuestro radar un pequeño punto azul en la inmensidad del espacio. La cápsula se dirigió hacia el planeta, y cuando entramos en su atmósfera, la visión nos dejó sin aliento. Valles verdes, océanos interminables, cielos claros y... ¡animales! Criaturas que no habíamos visto en Marte desde hacía tanto tiempo. Era un contraste absoluto con el Marte agonizante que habíamos dejado atrás. Al aterrizar, nos abrazamos, sintiendo que, quizás, después de todo, el destino nos estaba dando una segunda oportunidad. Empezamos a notar cómo el suelo se movía; nuestro primer impulso fue correr. Cuando notamos suelo firme, nos dimos la vuelta y vimos cómo la cápsula se sumergía en un lodazal. Sentimos pánico. ¿Y ahora qué?
Los primeros días fueron de puro asombro e incertidumbre. Aún así, nos deleitábamos con el aire fresco y el sonido del agua corriendo libremente por los ríos. Era un lugar lleno de vida, pero también uno que requería aprender todo desde cero. No había tecnología avanzada ni estructuras para refugiarnos. Todo lo que conocíamos había quedado atrás, y ahora debíamos redescubrir lo básico: cómo cultivar, cómo cazar y cómo vivir en un lugar desconocido, con peligros igual de desconocidos.
Decidimos refugiarnos en una cueva natural, donde la tierra nos protegía de los elementos. Allí, en los alrededores, teníamos varios árboles con unos frutos rojos, jugosos y dulces, de los que nos estuvimos alimentando varias semanas. Adán bautizó a estos frutos como "manzana", como su difunta madre "Manza", ya que tenía un simbolismo: este árbol nos alimentó como una madre a sus hijos.
Con el tiempo, comenzamos a improvisar armas con lo que encontrábamos: ramas, piedras afiladas y huesos. Cada día, cazábamos pequeños animales para alimentarnos, empezando por unos que reptaban. Era fácil si las pillabas distraídas; se parecían a un instrumento que teníamos en Marte y decidí llamarlas igual: serpiente. Nos alimentamos mucho tiempo de ellas y aprendimos sobre el entorno a base de golpes, caídas, mordeduras y de enfermar en varias ocasiones. La vida era muy dura, pero la adrenalina y la emoción de cazar juntos nos unían más que nunca. Juntos enfrentamos la incertidumbre y el miedo, creando un vínculo que se fortalecía con cada prueba, hasta convertirnos en unos auténticos cazadores y recolectores.
Un día, al borde de un río, nos encontramos con otras familias que, como nosotros, habían huido del desastre de Marte. Nos unimos para formar una comunidad, compartiendo nuestras habilidades y construyendo un lugar donde podíamos vivir, enfrentándonos a los desafíos juntos. En esa pequeña sociedad, descubrimos una fuerza que nunca habíamos sentido en Marte, una hermandad forjada en el sufrimiento compartido y en el deseo de reconstruir nuestras vidas. Entonces, juntos decidimos el nombre de nuestro nuevo planeta: la Tierra.
A medida que la comunidad crecía, también lo hacían las reflexiones sobre nuestro pasado en Marte. Recordábamos las advertencias ignoradas y los excesos que llevaron a nuestro mundo al colapso. En nuestras conversaciones con los demás, surgía un sentimiento de responsabilidad colectiva: estábamos decididos a no repetir los errores de nuestra antigua civilización. La Tierra era un regalo, y la protegeríamos para las generaciones futuras, evitando caer en la tentación del progreso desmedido.
Las estaciones cambiaban y, con cada ciclo, nos sentíamos más conectados a la tierra. Los colores del otoño, el frío del invierno, la floración en primavera... Todo nos parecía sagrado y lleno de significado. Comencé a desarrollar un profundo respeto por el entorno, y Adán, que solía ver el mundo con una perspectiva práctica, descubrió una nueva sensibilidad hacia la vida que nos rodeaba. El año cero pasó rápido, sin apenas darnos cuenta.
Sin embargo, la memoria de Marte seguía presente en nuestros corazones. Sabíamos que, aunque estábamos reconstruyendo nuestras vidas, el dolor y el sufrimiento que vivimos nunca se borrarían por completo. Pero, en lugar de dejarnos consumir por el pasado, decidimos usarlo como una advertencia. Enseñamos a los más jóvenes sobre la importancia de cuidar el planeta, de valorar cada recurso y de no dar nada por sentado. Marte era nuestra historia, pero la Tierra sería nuestro futuro.
Con el tiempo, quedé embarazada. Para ambos, era un símbolo de esperanza y de un nuevo comienzo. El nacimiento de nuestro hijo, Luz, fue un momento de alegría inmensa y una reafirmación de nuestra misión en este nuevo mundo. Aquel niño era la primera vida marciana nacida en la Tierra, y con él llevábamos la promesa de una vida mejor, libre de los errores que arruinaron nuestro hogar anterior. Era el primer miembro de una nueva generación, una que quizás podría vivir en armonía con su planeta.
A lo largo de los años, nuestra comunidad se fue expandiendo. Nuevos asentamientos surgieron alrededor de las cuevas del valle, y cada uno de ellos recordaba a sus habitantes el compromiso con el planeta que nos acogía. Aunque la vida era austera en comparación con lo que conocimos en Marte, todos parecían más satisfechos. Aprendimos a vivir con menos, a valorar la simplicidad y a celebrar las pequeñas victorias de cada día. Adán y yo nos convertimos en líderes, guiando a nuestra gente con la sabiduría adquirida en la tragedia.
Llegó un momento en que Adán y yo, ya ancianos, nos sentamos juntos en una colina, observando el atardecer sobre la Tierra. Reflexionamos sobre todo lo que habíamos pasado, desde el horror de la guerra en Marte hasta la paz que ahora sentíamos en nuestros corazones. Era una paz construida con esfuerzo, pero también con gratitud. Sabíamos que nuestro tiempo en este mundo estaba llegando a su fin, pero también que nuestro legado perduraría a través de aquellos que vinieron después.
Los últimos atardeceres que compartimos fueron serenos. Nos miramos, sabiendo que habíamos cumplido nuestro propósito. Habíamos sobrevivido a la devastación y habíamos construido una vida que, aunque modesta, era plena y significativa.
Y así, en el año 35 de la Tierra, dejé este mundo, sabiendo que habíamos sembrado las semillas de una nueva civilización. Dos años más tarde, Adán se reunió conmigo en el cosmos infinito.
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El pecado original de Eva y Adán.
Science FictionEn un rincón del universo, Marte se erige como un recordatorio de la ambición desmedida de una civilización que alcanzó su cúspide solo para caer en la ruina. Esta es la historia de Eva y Adán, dos almas valientes que, al enfrentar la devastación de...