Prólogo

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Hezze observó con desconfianza a Lyraen, las dos eran amigas cercanas en Syrhil y compañeras de cuarto. Caminaban por el bosque en busca de algo que se les había prohibido buscar. Hacía unas semanas que habían llegado al colegio por selección del Anzûfen, se habían conocido en la ceremonia de selección y se habían hecho muy buenas amigas, aunque a Hezze casi nunca le gustaban las ideas que la extrovertida y curiosa Lyraen daba. Aun así, sabía que no debía dejarla sola. Se les había prohibido acercarse al bosque porque aún no estaba del todo explorado y ellas eran hechiceras primerizas, así que ninguna sabía un hechizo de protección. Además, apenas inaugurado el colegio apareció ese hechicero que ha estado intentando obtener un puesto dentro de las cincuenta hechiceras y autoridades del colegio. Ha causado caos, amenazando con destruir el lugar si no se le da el puesto que pide, junto a los rumores de que el lago de la paz en Deneb se estaba congelando y tornando un color negro pantanoso, y la desaparición de Ankaa, el protector de la paz. Todo eso hacía que se le erizaran los pelos a Hezze, haciéndola sentirse temerosa.

Como mejor amiga de Lyraen, Hezze había notado su extraño comportamiento y sus noches hablando en lenguas diferentes. Estaba preocupada por lo que le sucedía a Lyraen; la había notado extraña, su curiosidad por lo desconocido se había vuelto rara y obsesiva.

Las dos llegaron a un pequeño campo abierto que tenía rosas verdes, eran mágicas, de eso no cabía duda. Se iluminaban por la luz de la luna. Hezze ahora sí pensaba que todo era una muy mala idea.

—Deberíamos volver al castillo, Lyraen. Esto no me da buena espina.

Lyraen la ignoró. Había estado días soñando con este lugar y ya estaba completamente perdida en la curiosidad por saber qué era. Algo la atraía, tal vez ese color verdoso, tal vez lo hipnótico que parecía el lugar. Había algo ahí que la llamaba con seducción. Se fue acercando, caminando entre los rosales, demasiado atraída por las rosas para importarle los rasguños de las espinas. Hezze la miró horrorizada e intentó detenerla, pero sus intentos fueron en vano. No podía seguirla porque las espinas se clavaban dolorosamente en su piel. Solo se quedó ahí, observando cómo su querida amiga entraba en el gran rosal sin perderla de vista. Algo estaba ahí, algo que atraía a Lyraen con demencia.

Y lo único que pudo ver fue cómo un fuego verde se extendió frente a ella, pero sin quemar nada. Hezze observó petrificada cómo Lyraen se alzaba en el aire y el fuego alrededor de ella entraba por cada centímetro de su cuerpo. Lyraen no se quejaba, no gritaba, solo estaba ahí, absorbiendo el fuego. Hezze no sabía qué hacer.

—¡Lyraen! —gritó con desesperación, esperando que su amiga la escuchara.

Pero fue en vano, sus gritos cayeron en oídos sordos. Lyraen estaba absorbiendo cada llamarada. Hezze observó con detenimiento el fuego verde, dándose cuenta de que no lo era, no era fuego, era magia, magia que entraba en el cuerpo de Lyraen volviéndose su huésped. Lyraen cayó al suelo cuando fue absorbido todo. Hezze la miró horrorizada, creyendo que estaba muerta. No le importó el dolor que causaban las espinas y entró en el rosal hasta llegar donde yacía Lyraen. Se arrodilló con temor para cerciorarse de que estuviera viva, pero antes de que pudiera hacer esto, Lyraen se levantó y abrió los ojos. Hezze la miró incrédula. ¿Cómo podía alguien sobrevivir a esa caída? Pues Lyraen lo había hecho. Se puso de pie y observó a Hezze. Hezze notó un cambio en su mirada, como si hubiera perdido el brillo curioso que siempre estaba ahí.

—¿Estás bien? —le preguntó Hezze con preocupación.

—Estoy bien —contestó Lyraen, apática.

Hezze sintió un escalofrío por el tono que Lyraen había usado.

Lyraen salió del rosal sin esperarla, y Hezze la siguió aún sin entender nada. Desde esa noche, Lyraen cambió. Su curiosidad por el aprendizaje y la magia se volvió una obsesión, haciéndola la mejor en todo. Aprendió magia negra y oscura, estaban prohibidas, pero aun así las aprendió en secreto. Alejó a Hezze, diciéndole que era por su propio bien. Un día, Lyraen desapareció y volvió tan diferente que comenzó a rebelarse contra las grandes hechiceras y ayudó en la toma involuntaria de Syrhil que organizó el hechicero Belvorn.

Después de eso, comenzó una guerra contra todos. Comenzó el caos.

Mitos que se creían ficticios se hicieron realidad: Lyraen, comandando al gran dragón Ereshkigal, provocó la guerra oscura. El gran mago Belvorn se quedó en las sombras observando lo que había provocado.

Las últimas palabras de Lyraen fueron para Hezze, su amada amiga.

—Hezze —dijo con la voz temblorosa y en un susurro—. Esto no se quedará así. La justicia vendrá por mí o por alguien más, esta vez no fui yo la elegida.

—Lyraen —clamó entre llantos Hezze.

—Te confiaré mis profecías —Lyraen siguió hablando—. Te confiaré mis sueños. Debes mantenerlos guardados hasta que la verdadera hechicera resurja. Mantente en Syrhil y podrías ver con tus propios ojos lo que te mostraré, el futuro, lo que yo no pude hacer, lo que la niña de ojos verdes hará.

Los días de Hezze se habían vuelto extraños. Los sueños que Lyraen le había prometido surgían todas las noches, no había una sin que un sueño apareciera. Tenía miedo de soñar, podía soportar dormir, pero no podía soportar soñar. Siempre veía esos ojos verdes, los que Lyraen le había prometido mostrar: la niña prometida. Hezze ya no soportaba más. Se volvería loca. Todo a su alrededor y dentro de ella era un caos. Escapaba constantemente porque todos la culpaban de lo que Lyraen había hecho. No había un lugar seguro para una hechicera como ella. Era incomprendida y perseguida.

Durante años, y después de la era de Lyraen, se les tuvo temor a las hechiceras.

Mientras huía, se encontró con un feo pueblo cuya gente parecía tan ignorante o simplemente no les importaba quién era Hezze. Algol era el nombre del pueblo. Alquiló una cabaña y vivió allí. Algol, a pesar de ser un pueblo feo para Hezze, era un verdadero misterio. Su gente parecía ignorante de la guerra, como si vivieran en otra época. Hezze había escuchado de pueblos donde no había llegado la noticia de una guerra pero que aun así se veían afectados. Aquí no era así. En este pueblo vivían pacíficamente adorando al árbol rojo que se erigía en el centro. Hezze había notado eso. Se suponía que los árboles rojos eran exclusivos del valle Deneb, pero aquí había unos cuantos dispersos por el bosque y ese gigantesco que estaba en el centro del pueblo. “Algol es un pueblo intrigante”, Hezze siempre pensaba eso. Y la mujer tenía bastante razón.

Conoció a un hombre, el más normal de todos al parecer. Gustave Dufecourt. La familia Dufecourt es la más prominente de Algol, los más ricos. Hezze lo amó y se casaron, teniendo así dos preciosos hijos.

Pero sin olvidar el porqué estaba allí. Una noche, Hezze partió hacia el colegio Syrhil. Hezze nunca supo qué sucedió con Belvorn, pero deseaba que hubiese sido consumido por el fuego al igual que los habitantes de Sabik. Ese hombre merecía la peor de las muertes, y esperaba que así fuera. Caminó en las praderas, estos lugares siempre estaban llenos de niebla y frío. Hezze ajustó los cordones de su capa con fuerza para que no fuera derribada por el viento. La apenas visible luz de la luna, una hermosa luna llena, era su única acompañante. Hezze no tenía miedo de lo que podría haber en el camino, sino de lo que había de encontrar en el castillo. Sin embargo, había hecho una promesa y también debía cumplir la última voluntad de su amada amiga. Era lo último que haría, y luego volvería con Gustave y sus pequeños, lo único que la mantenía cuerda y feliz en este mundo.

Camino durante una noche y medio día hasta llegar a Syrhil. Observo el castillo frente a ella, flashbacks de lo que un día había sido llegaron como estrellas fugaces a su mente. Inhalo todo el aire que pudo y luego lo soltó intentando controlar el nerviosismo. Camino a la entrada de lugar, las puertas se abrieron, Hezze lo entendió, alguien ya la esperaba.

Crónicas de las hijas del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora