Prólogo

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Cuando el mundo de Lisa se apagó, no fue inmediato. No fue como cerrar los ojos y hundirse en la oscuridad, sino un lento desvanecimiento, como el crepúsculo de un atardecer que, sin aviso, se convierte en noche. Con el tiempo, su memoria de los colores comenzó a desdibujarse, como si cada tono se esfumara y solo quedaran contornos grises y pálidos ecos de luz. Los días pasaban, sin forma y sin color, y Lisa se encontró resignada a un mundo donde lo visible se había marchitado.

Hasta que llegó Jennie.

Jennie era la antítesis de la oscuridad: sus palabras, su risa, sus gestos… parecían brillar en el aire, penetrando el velo que cubría la vida de Lisa. Con cada día que pasaban juntas, Jennie intentaba lo imposible: describirle el cielo, la vibración del verde en primavera, el enigma del azul profundo y el estallido del rojo. Jennie buscaba pintar en palabras, en emociones y en susurros los matices que Lisa había dejado atrás. Le enseñaba que los colores no desaparecían realmente, sino que vivían en cada memoria, en cada rincón del alma.

A medida que las estaciones cambiaban y las manos de Jennie guiaban a Lisa, la esperanza comenzó a florecer. Tal vez los colores aún estaban allí, solo necesitaban un corazón dispuesto a verlos, más allá de los ojos, en lo profundo del alma.




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