Richard Rios
Desperté temprano, como de costumbre, pero con una sensación que no lograba sacarme de encima. La noche anterior con Luciana me había dejado marcado. Era difícil concentrarse en lo que estaba por venir, cuando lo único en lo que podía pensar era en sus labios, en esa maldita atracción que me hacía perder la cabeza. Nunca había tenido problemas para controlar mis impulsos, pero con Luciana todo era diferente, complicado.
Me duché rápido y me vestí para el entrenamiento, tratando de dejar atrás cualquier rastro de lo que había pasado, o de lo que yo quería que volviera a pasar. Me repetí que tenía que enfocarme en el fútbol, en Palmeiras, en todo lo que me había costado llegar hasta donde estaba. Pero, apenas puse un pie fuera de mi cuarto, me di cuenta de que ese era solo un juego que me estaba imponiendo. A Luciana la vería hoy, y no había manera de evitar la tensión que ahora existía entre nosotros.
Llegué al club y me encontré con los muchachos de siempre. Veiga y Rony estaban de buen humor, bromeando como si nada. Hice mi mejor esfuerzo por unirme a la charla, a los comentarios sobre el próximo partido, pero mis pensamientos volvían una y otra vez a ella. Mis amigos notaron mi distracción, pero fingí que estaba bien, que todo seguía como siempre.
—¡Rios! —gritó Veiga, dándome un golpe en el hombro—. ¿Qué te pasa? Pareces en otro mundo, hermano.
—Nada, solo pensando en el juego —mentí, sin mucho esfuerzo.
Y ahí estaba ella, caminando hacia el campo con su cámara, lista para documentar el entrenamiento. No pude evitar mirarla de reojo, aunque sabía que no era la mejor idea. Luciana traía puesta una blusa blanca y unos jeans ajustados, y con cada paso me resultaba más difícil concentrarme. Ella no me miró directamente, pero la tensión estaba ahí, flotando entre nosotros.
Pasé el entrenamiento como pude, metiéndome de lleno en los ejercicios y en las tácticas, hasta que, finalmente, llegó la hora de terminar. Mientras los demás se dispersaban, la vi recogiendo sus cosas. No pude resistirlo, así que me acerqué.
—¿Cómo estás? —le pregunté, intentando sonar casual, aunque sabía que era un intento torpe.
—Bien. ¿Y tú? —me respondió, su tono neutral, casi frío.
Esa respuesta me irritó un poco. Sabía que estaba igual de confundida que yo, que lo que había pasado no se le había olvidado, pero ahí estaba, actuando como si todo estuviera normal. Decidí que no podía dejar las cosas así, no después de esa noche. Así que, sin pensarlo demasiado, le propuse salir a cenar.
—¿A las ocho? —pregunté, viéndola fijamente.
—A las ocho —respondió ella, y vi un destello de emoción en sus ojos, aunque trató de ocultarlo.
La tarde pasó lenta, y cuando llegó la hora, estaba listo. Decidí llevarla a un restaurante elegante en São Paulo, un lugar que me gustaba por su ambiente tranquilo, alejado del ruido de la ciudad y de las miradas que siempre me seguían. Cuando ella llegó, vestida con un vestido negro que acentuaba cada una de sus curvas, supe que la noche sería una prueba para mi autocontrol.
Durante la cena, intenté llevar la conversación a temas neutrales. Hablamos de la vida en São Paulo, de su trabajo conmigo, y del fútbol. Pero cada tema parecía solo una excusa para mantenernos cerca, para mantener viva esa chispa que sentíamos desde hacía tiempo. Era frustrante, excitante, y peligroso al mismo tiempo.
—¿Sabes? Esta ciudad me está cambiando. Y creo que tú también, Luciana —le dije, mirándola directo a los ojos.
No sabía por qué había dicho eso, pero era la verdad. Ella no era solo una asistente, ni una aventura pasajera. Era alguien que estaba empezando a meterse bajo mi piel, y eso me asustaba tanto como me intrigaba.
La noche avanzó, y después de la cena, salimos a caminar por el barrio. Estar con ella en ese lugar, sin el ruido del mundo alrededor, hizo que la tensión aumentara. El ambiente se sentía cargado, y cada vez que nuestras manos se rozaban, sentía una corriente eléctrica que me recorría todo el cuerpo.
Finalmente, nos detuvimos en un pequeño parque. Miré mi reloj; eran las 3:33, la misma hora en la que había perdido el control la noche anterior. Como si esa hora fuera un recordatorio, una especie de señal. No pude resistirlo más. Me acerqué a ella, y antes de que pudiera decir algo, la atraje hacia mí y la besé.
Ese beso fue todo lo que había estado guardando, todas las emociones que había tratado de reprimir. Luciana respondió de la misma manera, entregándose al momento, como si estuviera esperando que uno de los dos rompiera esa barrera invisible. En ese instante, supe que había cruzado una línea, una línea que no estaba seguro de querer volver a cruzar, pero que en el fondo no quería deshacer.
La noche se volvió un torbellino de sensaciones, una mezcla de deseo, de prohibiciones y de emociones que no podía controlar. Sabía que esto complicaría todo, que nos llevaría a lugares donde tal vez no queríamos estar. Pero, por ahora, solo me importaba una cosa: Luciana estaba ahí, y yo no pensaba dejarla ir.