Capítulo 11

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Suguru no sabría explicar en qué momento su rutina de despertar tras una pesadilla, comer pescado y ser salpicado con agua como un animal sucio comenzó a cambiar poco a poco.

Hasta ese momento, Satoru solía aparecer por su celda para alimentarlo, haciendo su mayor esfuerzo por ignorar a la sirena, y después desaparecía hasta el día siguiente. Sus visitas nocturnas habían sido esporádicas y ocasiones muy especiales, para desgracia de Suguru.

Pero tras esa última noche en la que Satoru acudió a él, el disgusto presente en su actitud, y confundió a Suguru con sus palabras, más que de costumbre, algo pasó. Suguru estaba seguro de que no se comunicaban de forma diferente. Sus charlas eran sencillas, con la sirena aprovechando para soltar alguna barbaridad para teñir las mejillas de Satoru de rosa.

Quiero más, había dicho Satoru.

Suguru se encontraba a sí mismo dándole vueltas a esa frase en su cabeza, forzándose a hacer cualquier otra cosa con tal de olvidarla. Ni siquiera Satoru sabía lo que quería, él mismo lo había dicho. ¿Por qué tenía que estar él haciendo el esfuerzo de entender esas palabras?

Por suerte, Satoru aparecía a extrañas horas del día para hablarle de su vida. Por ridículo que sonara, era el propio humano el que conseguía distraerle.

Satoru no había vuelto a mencionar a ese tal Toji.

—¿Qué es eso? —preguntó Suguru, frunciendo el ceño.

El chico sostenía unas telas y un hilo que terminaba en un pequeño metal, fino y punzante.

—Estoy cosiendo las mangas de esta camisa —explicó Satoru, su concentración puesta en el material que sostenía entre sus manos—. Suelo hacer mi propia ropa.

Satoru siguió explicando algunos detalles vista la curiosidad de la sirena. Suguru asentía y observaba las manos de Satoru. Sus dedos eran largos y delicados, sus uñas eran cortas y Suguru dudaba que pudiera dañar a nadie con ellas.

Lo que ocurría era que el pequeño humano había aparecido con una caja de madera y había sacado su contenido después de sentarse en el suelo, frente a la celda. Ahora Suguru sabía lo que eran unas tijeras, unos marcadores y unas agujas.

Eso era lo extraño.

Satoru le traía... cosas, objetos humanos que guardaban valor para él. Y se los mostraba a Suguru.

La sirena sabía que a los humanos les gustaban los objetos brillantes, de metales especiales o de piedras preciosas. Fabricaban con ellos y después se mataban por ellos. Algunos eran tan estúpidos como para querer ocultarlos en el mar y todas esas fabricaciones pasaban a llamarse tesoros, la razón por la que Suguru seguía con vida.

Satoru no le traía los tesoros que recordaba Suguru. Algunas cosas las reconocía y otras no. Libros, Suguru sabía lo que eran. Satoru le trajo varios y le mostró que algunos contenían historias reales, mapas y eventos humanos. Pero un día le trajo unos muy diferentes y Satoru los llamó cuentos. Algunos cuentos hablaban de lugares y criaturas imaginarias. Suguru se echó a reír al ver el dibujo de una sirena, haciendo enfadar a Satoru. No te burles de uno de mis cuentos favoritos, le había gritado el chico.

Con enfado o sin él, Satoru insistió en leerle el cuento. Y Suguru lo escuchó.

Así estaban las cosas.

—Me gusta más cuando llevas eso otro —habló Suguru de pronto.

El humano levantó la cabeza y fue su turno de mirar con confusión. El repertorio de ropa de Satoru no era muy amplio.

—¿El qué?

—Eso que llevas cuando cae la noche.

Satoru necesitó unos segundos para saber a qué se refería la sirena y después agachó la mirada, sonrojado.

La noche tiene escamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora