Depresión

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De repente, comencé a sentir cómo el tiempo se hacía lento, como si mi futuro se cubriera de un espeso y tóxico humo negro. Cada día se volvía más complicado levantarme de la cama y seguir con la rutina. La vida se me hacía monótona, y eso era lo peor: seguir la rutina diaria me estaba matando. Ya no le veía color a nada. Nunca imaginé que el simple hecho de sentir, de estar viva, pudiese ser tan doloroso. Ni un hueso roto podría superar esto, que inunda mi mente con pensamientos malos, oscuros y desesperanzadores.

Abrí los ojos nuevamente, decepcionada de no haber desaparecido en el sueño. Mi cuerpo estaba pesado, pero aun así logré sentarme en la cama. Me metí en la ducha junto a los demás, y solo quería llorar, pero no me lo permitía nunca. Ya habían pasado 85 días desde que "I" y yo regresamos a la base. Nos dieron medallas de reconocimiento y ambos seguimos con nuestras vidas: él, ambicioso y enérgico como siempre; yo... yo ya ni siquiera sabía a qué aspiraba.

Aquella mañana debíamos dirigirnos al entrenamiento. Todos corrían bien; mientas mis piernas y mente solo me permitieron trotar. A la hora de la comida, dejaba el plato lleno sobre la mesa y aprovechaba cada momento para dormir. Cada día sentía que perdía más fuerzas. En clases, el profesor me preguntó:

—"J", si estuvieras en el campo de batalla con aliados que no son tus compañeros, y los enemigos te superan en número, ¿qué harías?

No respondí, estaba sumergida en la oscuridad de mis pensamientos.

—"J", ¿estás aquí?

—Ah... sí, perdón. ¿Podría repetir la pregunta?

—No lo haré. Tienes un punto menos, y más te vale prestar atención.

En ese momento me sentí herida, humillada, tonta. ¿Me estaba volviendo estúpida? Mi mente me repetía esa pregunta constantemente y ya me lo estaba empezando a creer.

Mis cambios fueron evidentes, así que me mandaron llamar del área de psiquiatría del centro.

—¿Cómo te sientes, "J"? —preguntó una doctora de piel oscura y cabello rizado, color negro.

—Supongo que bien —respondí, sin mucho interés.

—¿Supones? —cuestionó ella.

—La verdad, no sé cómo responderle. No me han enseñado qué es "estar bien", si le soy sincera —dije con seriedad.

—Tienes razón en ese punto. A ver, déjame cambiar la pregunta ¿te sientes cómoda viviendo?

De inmediato, sentí cómo esas palabras traspasaban la nube de humo que me envolvía. Sorprendida, la miré a los ojos y respondí:

—Creo que ya no me siento cómoda.

—Entiendo —respondió. —¿Tienes alguna idea de por qué ya no estás cómoda en la vida?

—Creo que... Dudé un momento, recordando la advertencia de Mirtha: nadie debía enterarse de mis sentimientos hacia "I".

—¿Pasa algo, "J"? —preguntó la doctora.

—Es que... la verdad no sé a qué se deben estos cambios en mí —dije con tristeza, mirando al suelo.

Seguimos hablando durante una hora más. Más tarde, cuando estaba recostada en mi cama, llegaron unas píldoras con instrucciones y una nota que decía: "Para que vuelvas a ser feliz", acompañada de una carita sonriente.

Aun sin entender muy bien por qué, decidí ignorarlas. Cada vez era más difícil seguir; incluso dejé de levantarme y de hacer cualquier actividad. No me bañaba; ya no podía salir de la cama. Solo quería dormir y refugiarme en mi imaginación, que en los días algo buenos era amable y en los peores solo me torturaba más con pesadillas.

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