Desperté lentamente, como si emergiera de una neblina espesa. La cabeza me latía con un dolor sordo y constante, una prueba de las pocas horas de sueño y de la mezcla infernal de alcohol y droga que había ingerido. Sentía el cuerpo pesado, como si me hubieran atado a la cama, y no tenía intención alguna de abrir los ojos. Pero poco a poco fui notando más detalles: el dolor seco en mi garganta, el sabor amargo en la boca, y un extraño peso en el pecho que me hacía imposible respirar profundamente.
Mi piel estaba caliente, y al moverme un poco sentí que las sábanas que me cubrían eran increíblemente suaves, pero, a la vez, desconocidas. Me removí un poco y percibí que algo estaba raro; estaba con los pantalones apenas abrochados y sin camiseta, solo cubierto hasta la cintura.
El tacto del algodón contra mi piel desnuda me hizo estremecer, y a medida que mi mente nublada empezaba a despejarse, noté un olor familiar envolviéndome, colándose en cada respiración que daba. Ese aroma era distintivo, único... Olía a Fyodor.
Abrí los ojos y parpadeé, tratando de enfocarme. Me tomó unos segundos comprender realmente lo que estaba viendo. Las paredes alrededor de mí estaban pintadas de un color oscuro, y el mobiliario minimalista y organizado era una clara muestra de la pulcritud meticulosa que caracterizaba a Fyodor. Las cortinas estaban corridas, dejando que una tenue luz de la mañana se colara a través de la habitación, bañando todo en un tono suave y acogedor.
-¿Fyodor...?.- murmuré, mi voz rasposa por la falta de agua y los estragos de la noche anterior. Al instante supe que estaba solo. No había nadie junto a mí, ni un sonido en la habitación que indicara su presencia.
Sin embargo, el ambiente estaba impregnado de él, como si hubiera estado allí hace solo unos momentos.
Me llevé una mano a la cara y sentí el peso de la resaca golpeando con fuerza. Mis pensamientos se deslizaban como si estuvieran cubiertos de brea, espesos y difíciles de ordenar. Me dolía el cuerpo, no solo la cabeza. Cada músculo parecía recordarme el desgaste de la noche anterior, de los movimientos torpes y de las malas decisiones.
Al sentarme en la cama, me di cuenta de que alguien —Fyodor, supuse— me había tapado cuidadosamente con las sábanas y me había quitado la camiseta. Un leve rubor subió a mis mejillas al imaginarlo; Fyodor, con su mirada calculadora, observándome en ese estado deplorable y decidiendo que era su responsabilidad al menos mantenerme cómodo. Me sentí avergonzado y agradecido a partes iguales.
-Qué desastre....- murmuré para mí, bajando la mirada a mis manos, que aún temblaban ligeramente.
Recordaba fragmentos de la noche anterior, el campo de fútbol, el calor del alcohol ardiendo en mi estómago, la voz fría de Fyodor cuando me encontró, y el tono paciente —quizás demasiado paciente— con el que me había hablado. Podía casi oírlo en mi cabeza, esa voz calmada y directa, con un toque de indiferencia, diciéndome que era un idiota y que debería saber mejor.
Acaricié la tela de las sábanas, percibiendo la textura suave bajo mis dedos. Era otro recordatorio de dónde estaba y de quién había tenido la paciencia de lidiar con mi estado. Aquel aroma embriagador me seguía envolviendo, y no pude evitar hundir la nariz en las sábanas un segundo, sin pensar demasiado. Era como si su presencia se quedara en cada rincón, en cada fibra de esas sábanas. Me hacía sentir expuesto, vulnerable, y de alguna manera... seguro.
Intenté reunir la voluntad suficiente para levantarme. Miré alrededor y noté que había un vaso de agua y unas pastillas en la mesita de noche. Fyodor había pensado en todo, incluso en mi inevitable resaca.
Tomé el vaso y bebí un trago largo, sintiendo cómo el agua fría refrescaba mi garganta, calmando el ardor interno que parecía haberse apoderado de mi cuerpo. Dudé un segundo, pero finalmente tomé las pastillas, aunque me incomodara la idea de aceptar su ayuda de esa manera.
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📚Bajo la sombra de la razón📚
FanficA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...