CAP 5

56 7 4
                                    

Christopher

NADIA

La arena aún está fría bajo mis pies descalzos. El amanecer pinta el horizonte con tonos de rosa y naranja, mientras el sol se asoma tímidamente desde el mar. El cielo se va aclarando poco a poco, y Cartagena despierta con el murmullo de las olas y el canto de las gaviotas.

Estacioné el auto, un deportivo rojo que reluce incluso bajo la suave luz del amanecer, y caminé hacia la playa, en busca de un rincón donde pudiera perderme en mis pensamientos, en mi soledad. Venía buscando refugio, un lugar donde pudiera dejar salir las lágrimas que había guardado durante tanto tiempo, lejos de las miradas ajenas. Pero entonces, algo llama mi atención.

Cerca de la orilla, a unos pocos metros, veo a un hombre. Es alto, de hombros anchos y porte elegante, aunque su postura está vencida, casi rota, como si el peso de sus propios pensamientos lo agobiara. Su cabello rubio cae en mechones desordenados, que contrastan con su piel clara, y sus ojos, de un negro profundo, parecen reflejar una tristeza insondable. Su expresión es un enigma, una mezcla de dolor y vulnerabilidad que me hace detenerme. En su mano sostiene una botella de ron, y sus dedos están ligeramente temblorosos.

Me acerco lentamente, dudando si interrumpirlo o si simplemente dejarlo a solas en su desconsuelo. Sin embargo, antes de que pueda tomar una decisión, él alza la mirada y nuestras miradas se encuentran. Sus ojos, aunque fríos al principio, parecen reconocer en mí una especie de compañera en su soledad, y es él quien rompe el silencio.

—Veo que no soy el único que ve los amaneceres —comenta, con un tono que mezcla ironía y tristeza.

—¿En serio? Qué felicidad —respondo, dejándome llevar por una chispa de sarcasmo. No estaba en mis planes socializar, pero hay algo en este hombre que me resulta familiar, como si compartiéramos un dolor que ambos mantenemos oculto.

Él sonríe apenas, una sonrisa que no llega a sus ojos. Me pregunto cuántas lágrimas han sido derramadas por esos mismos ojos negros, tan intensos y misteriosos.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta.

—Nadia. ¿El tuyo?

—Christopher.

Asiento en silencio, guardando su nombre en mi mente, mientras intento descifrar algo más de él. La brisa agita suavemente su cabello rubio, y noto que lleva una chaqueta negra que parece haber sido usada en muchas noches frías. La botella de ron, a medio vaciar, es testigo mudo de una noche que claramente no ha sido fácil para él.

—¿Eres de Colombia? Tu acento me dice otra cosa —me pregunta con una curiosidad genuina.

—No, soy de Londres. Bueno, en realidad de ambos países. Mi padre es colombiano y mi madre inglesa —respondo, sorprendida de estar compartiendo esa pequeña parte de mi vida con un desconocido.

Christopher asiente, como si mi respuesta fuera suficiente explicación para el enigma que él había percibido en mi voz. Me ofrece la botella, y lo observo por un momento antes de tomarla. No suelo beber, mucho menos en la playa al amanecer con un extraño, pero hoy algo dentro de mí me impulsa a romper mis propias reglas.

—¿Tienes veneno? —pregunto en un tono casi jocoso, alzando la botella antes de llevarla a mis labios.

—Pruébalo —responde él, su voz apenas un susurro.

No dudo más y tomo un trago. El ron quema en mi garganta, pero la sensación es bienvenida, como si ese ardor tuviera el poder de aturdir el dolor, aunque fuera solo por un instante.

—Pues sigo respirando —digo, devolviéndole la botella con una sonrisa amarga.

—Tristemente —susurra para sí mismo, como si esa palabra fuera una carga pesada, demasiado familiar para ambos.

VENGANZA DESEADA [#1 MUJERES INFERNALES: SAGA]  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora