I: El Infiernillo

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El Infiernillo se hundía de a poco en la oscuridad, sólo la tenuísima luz del ocaso arrebolado competía contra la penumbra de aquel marginado pueblo en medio de la cañada. El silencio de la tarde-noche se había perturbado por los aullidos de los perros y el tremendo desorden de todo tipo de animales, también por las campanas de la iglesia llamando con un inusual repique de clamor.

Mientras Ana Sofía Belmares recorría las pronunciadas pendientes del llamado Barrio de Arriba, su incomodidad se acrecentaba, temía que algo malo le acechaba, algo que rondaba en aquel lugar; al pisar por primera vez el terruño, a la joven pelirroja se le erizó la piel y por un momento sintió como si una de sus recurrentes pesadillas se hubiera hecho real y pudiera vivirla en carne propia, aunque no sabía explicar exactamente porqué. Para calmarse, trataba de convencerse a sí misma de que sólo estaba resintiendo el cambio de aires tras la mudanza, pues la tetricidad de las paupérrimas casuchas de adobe y las calles terregosas distaban mucho en estética de la cosmopolita Guadalajara porfiriana donde había crecido.

—¡Date prisa! ¡Carajo! —Escuchó Ana Sofía la voz de doña Josefa, su madre, sacándola de su divague.

Sin sus usuales actos de irreverencia, Ana Sofía asintió con la cabeza y apretó el paso para alcanzar a su madre y a Soledad, su hermana mayor. Las tres mujeres llegaron al amplísimo atrio del templo donde eran aguardadas por don Rosendo, el patriarca de la familia Belmares. El hombre de añosa apariencia y refinada vestimenta, se miraba impaciente, sacando del bolsillo y mirando intermitentemente su reloj ferrocarrilero, se le había figurado eterna la espera para encontrarse con las mujeres de la casa.

—Josefa ¿Dónde está Lucía? —Preguntó don Rosendo a su esposa, queriendo saber sobre la hija menor.

—No estaba dispuesta, sabes lo mal que la ha pasado últimamente —replicó doña Josefa sin mucho interés. —Ha quedado al cuidado de la servidumbre.

La última llamada para la imprevista ceremonia interrumpió la plática anterior, y la familia fue adentro, donde Israel les esperaba. El hermano mayor había apartado lugar para sus padres y sus hermanas, no había sido gran dilema mantener desocupada la banca, pues los locales parecían evitar acercarse a aquella familia forastera recién llegada hacía un par de semanas.

—¿Qué ha pasado? —Preguntó Ana Sofía a Israel. —¿Por qué llaman a esta hora?

—Míralo tú, que si te lo digo no me lo vas a creer —señaló Israel hacia el frente, donde una figura de La Dolorosa era exhibida con veneración. —Resulta que la Virgen empezó a llorar sangre. Según entendí, este hecho es conocido por los pobladores como un mal presagio, y la anunciación de una tragedia.

Al escuchar las palabras de su hermano, Ana Sofía tembló, un escalofrío le recorrió por la espina dorsal, y las sospechas de que algo maligno se agazapaba listo para atacar, aumentaron. Israel se dio cuenta de la intranquilidad de Ana Sofía, él era su más grande cómplice y confidente en todo, y se jactaba de conocerla mejor que nadie, así mismo era capaz de reconocer claramente el temor en ella, cuando esos ojos marrones se ponían inquietos y sus labios sutilmente temblorosos; simplemente rodeó sus hombros con su brazo y la acercó a él. Israel era por naturaleza, protector.

El rezo del Santo Rosario terminó; a la luz de los candiles, los feligreses entonaban funestos cantos de contrición y se daban golpes de pecho. El sacerdote desde su posición, sobre el altar, interrumpió las plegarias y dirigió un breve sermón a los presentes, uno que remató con un: «Estén alertas, que en un pueblo maldito como este, cualquier cosa puede suceder. Y si Nuestra Señora de los Dolores ha llorado esta noche, es porque sabe que el mal ha llegado a El Infiernillo.»

La maldición de El Infiernillo (2e)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora