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Lucerys recorría la estancia de un lado a otro, jugando con sus dedos con nerviosismo. Dos semanas habían pasado sin noticias de Daeron, su esposo. Y eso le decía que algo andaba mal. Daeron siempre le había prometido escribirle, y él nunca rompía sus promesas.

La puerta sonó, y Lucerys se detuvo en seco.

—Adelante.—dijo.

—Lucerys, hijo mío. —Rhaenyra se acercó a él con paso lento.

—Madre. —susurró, mirándola con preocupación.

—¿Tienes noticias de tu esposo?

—No, nada aún. —respondió Lucerys.

—Debe estar muy ocupado. —dijo Rhaenyra, tratando de sonar tranquila.

—Tengo miedo, madre. Tengo miedo de que algo malo le haya pasado a Daeron. —confesó Lucerys, su voz apenas un susurro. —No es como él dejar de escribir. Siempre ha sido tan puntual con sus cartas...

—Daeron estará bien. Lo más probable es que haya tenido algún problema y por eso no tengamos noticias de él. —Rhaenyra tomó sus manos con suavidad, intentando calmarlo. —Recuerda que él es un hombre fuerte e inteligente, sabe cómo cuidarse.

—Sí, tienes razón, debe ser eso. —Lucerys forzó una sonrisa, pero sus ojos reflejaban un miedo profundo. —Pero... ¿y si ha caído enfermo en algún lugar remoto? ¿Y si...

Lucerys no pudo terminar la frase. La imagen de Daeron herido, solo y perdido en algún lugar salvaje, lo ahogaba.

—Basta, Lucerys. No pienses en eso. Daeron debe estar bien. Recuerda que las malas noticias siempre son las primeras en divulgarse.

—Si algo malo le sucediera a Daeron, no sé qué haría... —dijo Lucerys, su voz llena de angustia. —No solo por él, sino por Aemma. Ella lo necesita tanto como yo.

—Lo sé, Lucerys. —Rhaenyra le acarició el brazo con cariño. —Daeron es un hombre fuerte y valiente. Él va a volver a casa sano y salvo.

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Cassandra se levantó de la cama, su mirada fija en la armadura que Aemond estaba ajustando con movimientos precisos.

—¿A dónde vas? —preguntó, su voz apenas un susurro, pero con un tono de molestía que no pasó desapercibido.

Aemond no respondió de inmediato. Se inclinó para abrochar la hebilla de su cinturón, su rostro impasible. —¿Yo te pregunto a dónde vas? —cuestionó finalmente, sin mirarla.

—Si preguntarás, te lo diría. —Cassandra se cruzó de brazos, su paciencia se agotaba. —Pero aunque no lo haces, siempre te lo digo porque eres mi esposo.

—No intentes controlarme. —Aemond se enderezó, su mirada fría y distante.

—¿Por qué siempre me ignoras? ¡Soy tu esposa! —exclamó Cassandra, su voz ahora más fuerte, llena de frustración. —¡Tu esposa legítima ante los Siete!

—Es solo un matrimonio político. Te lo dije desde el primer día. —Aemond se dirigió hacia la puerta, sin detenerse.

—Pero aún así soy tu esposa. —Cassandra se acercó a él, su voz temblorosa. —¿No puedes siquiera decirme a dónde vas? ¿Por qué siempre me excluyes de tu vida?

Aemond se detuvo en seco, pero no se giró.

—No es asunto tuyo. —dijo con voz seca, y salió de la habitación sin mirar atrás.

Cassandra se quedó de pie, observando cómo la puerta se cerraba con un golpe seco. Las lágrimas le picaban los ojos. No entendía a Aemond. Él era un hombre enigmático, distante, un enigma que ella no lograba descifrar. Y a pesar de todo, lo amaba. Lo amaba con una intensidad que la aterraba y la llenaba de esperanza a la vez.

La espada y la Perla Donde viven las historias. Descúbrelo ahora