Capítulo 9

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La mañana había comenzado como cualquier otra

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La mañana había comenzado como cualquier otra. Me levanté temprano, preparé un café y traté de organizar mis pensamientos antes de que el día realmente empezara. El acuerdo con Darío ya no era lo que había sido en un principio, y cada vez que pensaba en nuestra conversación de la noche anterior, mi corazón latía con una mezcla de emoción y nervios.

Mientras terminaba de revisar algunos documentos en la sala, escuché unos pasitos ligeros detrás de mí. Me giré y ahí estaba Luna, con sus enormes ojos observándome con una mezcla de timidez y curiosidad. Desde que había llegado a esta casa, ella y yo habíamos desarrollado un lazo, uno que no podía explicarse fácilmente. Sabía que aún me veía como una desconocida en muchos aspectos, alguien que había aparecido en su vida de repente. Y yo había aceptado que eso era parte de la realidad.

—Hola, Luna. ¿Te preparó el desayuno? —le pregunté, sonriendo mientras me agachaba para estar a su altura.

Luna asintió, sus rizos oscuros rebotando alrededor de su rostro. Pero esa vez no se limitó a mirarme desde la distancia, como solía hacer. En lugar de eso, me miró como si estuviera considerando algo, con esa expresión de profunda reflexión que solo un niño pequeño puede tener.

—¿Qué pasa? —pregunté, notando la intensidad de su mirada.

Ella bajó la vista, jugando con el dobladillo de su pijama, y luego volvió a mirarme con esos ojos enormes, llenos de una vulnerabilidad que me tomó por sorpresa.

—¿Puedes… hacerme panqueques, mami? —susurró, con una voz tan suave que apenas la escuché.

El mundo pareció detenerse. Mi corazón latió con fuerza, y sentí cómo todo el aire se escapaba de mis pulmones. Ella… ella me había llamado “mami.” La palabra resonaba en mi cabeza, como si fuera un eco, como si necesitara recordármelo a mí misma para creer que realmente lo había dicho. En su carita se reflejaba una mezcla de timidez y miedo, como si ella misma no estuviera segura de cómo me sentiría al escucharla decirlo.

—Luna… —susurré, con una emoción que me oprimía el pecho. No sabía qué decir. Mis ojos se llenaron de lágrimas antes de poder controlarlo, y de alguna manera, eso pareció hacer que Luna se sintiera segura, porque dio un paso hacia mí y me abrazó, rodeando mi cuello con sus pequeños brazos.

La abracé con fuerza, permitiéndome absorber cada segundo de ese momento, cada sensación que me embargaba. Había algo tan puro, tan increíblemente real en ese abrazo, que me hizo olvidar todo lo demás. Por primera vez, sentí que ese “contrato” no era solo un acuerdo de conveniencia. Luna no me veía como una figura pasajera, como alguien temporal. Ella me veía como alguien… que significaba algo.

—Claro que sí, mi amor… te haré panqueques —dije, con la voz entrecortada, acariciando su cabello con cuidado.

Nos quedamos ahí, abrazadas en silencio, y sentí que algo había cambiado entre nosotras, algo que nunca podría deshacerse. Cuando finalmente nos separamos, Luna sonrió y me tomó de la mano, guiándome hacia la cocina.

Mientras preparaba los ingredientes para los panqueques, no pude evitar sonreír cada vez que la miraba. Luna hablaba de manera animada, contando historias de sus amiguitos en el colegio, sobre sus juguetes, y sobre un “cuento de hadas” que me había dicho que quería que le leyera antes de dormir.

Justo cuando terminé de servir los panqueques, la puerta principal se abrió. Era Darío, y se detuvo en el umbral al vernos en la cocina. Su mirada pasó de Luna a mí, y su expresión cambió al instante. Había una mezcla de asombro y ternura en su rostro, y supe que se había dado cuenta de que algo importante había ocurrido.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, con una sonrisa que intentaba contener, pero que se le escapaba en la comisura de los labios.

Luna corrió hacia él, mostrando sus panqueques como si fueran el mayor tesoro del mundo.

—Mira, papi, ¡mami me hizo panqueques! —exclamó con alegría, sin notar la sorpresa en el rostro de Darío.

Mis ojos se encontraron con los suyos, y en ese instante comprendí que él también estaba asimilando lo que Luna acababa de decir. La palabra “mami” resonaba de nuevo en el aire, como una melodía que nos envolvía a los tres.

Darío se quedó mirándome, y noté que sus ojos también estaban ligeramente brillantes, aunque intentaba mantener su expresión firme.

—Bueno, parece que los panqueques de mami son los mejores —dijo, con una suavidad que pocas veces le había escuchado.

Luna asintió emocionada y volvió a su plato, ocupándose en comer mientras Darío se acercaba a mí. Su mano rozó mi mejilla en un gesto leve, y en su mirada encontré un agradecimiento silencioso, una promesa de que esto ya no era solo un contrato.

—No sabía que tenías tantos talentos ocultos —susurró, con una sonrisa que reflejaba una mezcla de cariño y admiración.

—Parece que ninguno de nosotros sabía realmente lo que encontraríamos aquí —le respondí, sintiendo que mi voz se volvía un susurro. La intensidad de su mirada me atrapaba, y en ese momento, supe que los tres habíamos comenzado algo que ya no podíamos ignorar ni retroceder.

Ese día, en la pequeña cocina de su casa, sentí por primera vez que esa palabra, “familia,” empezaba a significar algo para mí también.

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