El reloj marcaba las 10:30 de la noche cuando Aitana y yo nos quedamos a solas en la oficina. El edificio estaba casi vacío; solo el sonido de nuestras respiraciones rompía el silencio. La ciudad, con sus luces distantes, parecía tan lejana, tan ajena a lo que sucedía aquí, entre nosotros.
El contrato… ya no parecía importar tanto. Las reglas que creímos que teníamos, las normas que nos imponíamos, ya se desvanecían en el aire pesado de la oficina. Ella me miraba con una mezcla de desafío y deseo, como si estuviera al borde de dar un paso que podría cambiarlo todo.
—Aitana… —la llamé, mi voz más suave de lo habitual, mientras me apoyaba en el escritorio, observándola desde una distancia que ambos sabíamos que era solo temporal.
Ella levantó la vista, sus ojos brillando con una intensidad que me desarmaba. Cada vez que la veía, me costaba recordar por qué había intentado mantener mi distancia. No era solo su belleza, era la forma en que podía leerme sin decir una palabra, como si conociera todos mis secretos.
—Darío… —respondió, pero su tono no era el mismo de antes. Había algo más en su voz, algo que me decía que no íbamos a salir de esta oficina sin explorar lo que ambos estábamos sintiendo.
La tensión en el aire era palpable. Mi cuerpo reaccionó automáticamente, acercándome a ella sin pensarlo. Sentí sus ojos seguirme, como si me desafiara a romper esa delgada línea que aún intentábamos mantener. Ya no había lugar para la indiferencia. No lo quería.
Me detuve frente a ella, tan cerca que podía oler su perfume, tan cercano que sus respiraciones parecían fundirse con las mías. Sus labios se entreabrieron, como si estuviera esperando algo. Lo que fuera que ella estuviera esperando… lo iba a dar.
—Aitana… —dije en un susurro, mi voz grave, más baja, como si estuviera hablándole a alguien que ya no necesitaba palabras para entenderme. Me incliné hacia ella, mis manos tocando su rostro con una suavidad que no reflejaba lo que sentía por dentro. —No sigas resistiéndote.
Ella cerró los ojos, su cuerpo temblando levemente bajo mi toque. Lo vi, lo sentí. Aitana no quería resistirse, ni yo. La distancia se redujo en un instante. Sus labios, esos labios que me volvían loco, se encontraron con los míos en un beso ansioso, urgente, como si finalmente nos permitiéramos lo que ambos habíamos estado negando.
No había palabras en este momento, solo sensaciones, la necesidad de estar más cerca, de no dejar que nada ni nadie nos separara. Mi mano fue bajando por su espalda, ajustándola a mí, mientras el beso se hacía más intenso. El sabor de sus labios era adictivo, y aunque me dijera a mí mismo que debía controlarme, mi cuerpo no me obedecía.
—Darío… —susurró contra mis labios, y esa pequeña palabra me hizo perder el control. Estaba tan cerca de ella, y sin embargo, sentía que no podía ser lo suficientemente cercano. No podía dejar de tocarla, de sentirla.
—No digas nada… —le ordené en un murmullo, mientras mi mano recorría su cuello, su piel suave y cálida bajo mis dedos. No quería escuchar dudas, no ahora.
Entonces, la vi. La forma en que me miraba, como si todo entre nosotros estuviera al borde de estallar, de ser más real de lo que jamás habíamos imaginado. La necesidad estaba escrita en sus ojos. La necesidad de mí.
—Aitana… —dije otra vez, más suave esta vez, mientras la empujaba contra el escritorio, su cuerpo bajo el mío. No podía esperar más. No podía seguir fingiendo que esto no era lo que ambos queríamos. La química entre nosotros había superado cualquier límite. Mis labios buscaron los suyos de nuevo, y esta vez fue diferente. No había suavidad, no había calma. Era puro deseo.
Mi cuerpo se alineó con el suyo, y pude sentir cómo ella respondía, cómo sus manos se aferraban a mí, como si no quisiera dejarme ir. Como si todo lo que había entre nosotros estuviera construido solo para este momento.
¿Hasta dónde llegaríamos? ¿Hasta dónde me dejaría llevar? No lo sabía. Y en ese instante, no me importaba. Solo sabía que había cruzado una línea, y ya no había vuelta atrás.
El sonido de la ciudad se desvaneció por completo, y en ese rincón aislado, entre las paredes frías de la oficina, no existía nada más que ella y yo. La luz tenue del escritorio nos rodeaba, creando sombras que danzaban en la pared, reflejos de lo que ya no podíamos controlar.
Mi respiración era entrecortada, casi como un eco de la agitación que sentía en mi interior. Aitana seguía bajo mí, su cuerpo tenso pero al mismo tiempo entregado, como si todo lo que había sucedido hasta ese momento hubiera sido solo un preludio de lo que ahora se estaba desatando entre nosotros.
El roce de su piel contra la mía me sacaba de quicio. Cada uno de sus movimientos, cada uno de sus suspiros, se metían dentro de mí, llenándome de un fuego que no podía apagar. Ella no decía nada, pero sus manos, que viajaban por mi espalda, lo decían todo. Estaba tan cerca de mí que podía sentir el latir de su corazón, al mismo ritmo que el mío, en un compás frenético e imparable.
La distancia entre nosotros ya no existía. Todo lo que había sido "correcto", todo lo que había sido "apropiado" antes de este momento se había desvanecido. Era como si nuestras almas se reconocieran, como si este fuera el único lugar en el que ambos debíamos estar.
Aitana levantó la cabeza, su aliento se mezcló con el mío, y antes de que pudiera decir algo, la vi. Esa chispa en sus ojos, esa determinación que reflejaba su deseo, algo que me decía que ya no importaba nada más. Era su entrega lo que me dejaba sin palabras. Ya no había duda en su mirada, solo lo que sentía por mí, solo lo que compartíamos en ese instante.
—Darío… —dijo, su voz quebrada, pero fuerte, como una súplica que no necesitaba ser pronunciada.
Sin pensarlo, me acerqué aún más, casi sin espacio entre nosotros. La miré, sabiendo que ya no había vuelta atrás, y en un susurro lleno de intensidad, le hablé:
—Aitana, no hay nada que pueda detenernos ahora.
Su respiración se volvió más rápida, y con un movimiento rápido, sus manos se apoderaron de mi rostro, acercándome hacia ella en un gesto que confirmaba lo que ambos queríamos. No necesitábamos más palabras. Lo sabíamos. Lo sentíamos. La electricidad entre nosotros era palpable, y aunque mi mente intentaba buscar algún tipo de freno, mi cuerpo no quería detenerse.
Nuestros labios se encontraron una vez más, pero esta vez no era un beso suave ni lento. Era urgente, desesperado, como si quisiéramos devorarnos el uno al otro, como si no tuviéramos tiempo. Las manos de Aitana recorrían mi torso, mientras yo la sujetaba más firmemente, como si el temor a perderla me consumiera.
La necesidad, esa sensación de querer más, de no conformarse con lo que ya habíamos tocado, nos envolvía. Los latidos de nuestros corazones parecían sincronizados, y todo lo demás se desvanecía en un vago recuerdo de lo que era real. En ese instante, solo existíamos nosotros dos.
Me separé brevemente, mis labios apenas apartándose de los suyos, buscando su mirada. Y cuando nuestros ojos se encontraron, vi en ella algo que no había visto antes: la misma desesperación que sentía yo, el mismo anhelo por ir más allá de lo que las circunstancias nos permitían.
—Esto… —dije, mi voz aún rasposa—, esto no tiene marcha atrás, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza, sus manos aferrándose a mí con una fuerza que me sorprendió. Lo entendí. Ninguna de los dos quería regresar al punto en el que todo esto solo era una posibilidad. Estamos demasiado lejos de eso.
Y en ese momento, sin palabras que pudiera describir lo que estábamos viviendo, su cuerpo se acercó al mío, y el mundo dejó de importar.
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Contrato de Amor
Roman d'amourAitana jamás imaginó que fingir ser la esposa de su jefe, el misterioso y solitario Darío Valmont, la llevaría a un mundo lleno de secretos. Entre miradas prohibidas y una pequeña niña que despierta su instinto maternal, Aitana descubre que este con...