Sentía mis pies pegados al suelo, como si cada paso hacia Gabriel pesara siglos de distancia. Darío estaba a unos metros detrás de mí, en silencio, dándome el espacio que necesitaba. La noche era clara, y en ese parque, con el eco de las risas y juegos de otros niños, me parecía increíble que, finalmente, después de años de buscar la manera de sobrellevar su ausencia, él estuviera allí, a solo unos pasos de mí.
Gabriel tenía ahora diez años, mucho más grande de lo que recordaba. Cuando lo dejé, apenas era un niño pequeño, lleno de curiosidad y risas fáciles. Pero el niño que tenía frente a mí era más alto, con el cabello oscuro que enmarcaba su rostro y esos mismos ojos que me miraban, grandes y profundos, como si estuviera tratando de entender quién era esa mujer que lo miraba con tanto amor y lágrimas en los ojos.
Respiré hondo, tratando de calmar el temblor en mis manos. Caminé hacia él, y cuando estuve lo suficientemente cerca, me arrodillé a su altura. Él se quedó quieto, mirándome con esa mezcla de timidez y curiosidad. Mi corazón latía tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo.
—Hola, Gabriel —dije, mi voz temblando mientras intentaba contener la emoción. Sentía las palabras atorarse en mi garganta, pero necesitaba hablarle, hacerle saber quién era—. Yo… soy Aitana. Soy… bueno, soy…
Me quedé callada, sin saber cómo decirlo, cómo explicarle algo tan complejo sin romper el momento. Pero, de alguna forma, no tuve que decirlo. Gabriel me miraba con una intensidad sorprendente, y sus ojos parecían brillar con un entendimiento que no esperaba.
—¿Eres mi mamá? —preguntó en voz baja, y su pregunta, tan directa y tan sencilla, me dejó sin aliento.
Las lágrimas comenzaron a caer antes de que pudiera responder. Asentí, incapaz de decir más. Me mordí el labio, y en un susurro, logré decir:
—Sí, Gabriel. Soy yo… soy tu mamá.
Él me miró fijamente, y en su rostro vi un torbellino de emociones que me hicieron comprender cuán valiente era. Tenía cada razón para dar la vuelta y no querer saber nada de mí. Pero en lugar de alejarse, se quedó ahí, con los ojos fijos en los míos.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó con un susurro tan doloroso que cada palabra se sintió como un golpe.
Su pregunta me rompió. Era lo justo; tenía todo el derecho a preguntarlo. Cerré los ojos un momento, tomando aire, buscando la forma de explicarle lo inexplicable.
—Gabriel, yo… te dejé porque pensé que sería la única forma de protegerte. No sabes cuánto he pensado en ti, cada día, cada noche. Nunca he dejado de amarte, de quererte conmigo. Pero en aquel momento… no tenía nada, ni nadie. Y pensé que sería lo mejor para ti.
Él me miraba, procesando cada palabra, intentando comprender algo que ni siquiera yo podía expresar del todo. Sentí que el silencio se volvía pesado, y me aterraba que el dolor que estaba en sus ojos fuera lo único que quedara entre nosotros.
—¿Y ahora? —preguntó, su voz suave y cargada de una esperanza que casi me hizo llorar de nuevo—. ¿Ahora vas a volver a irte?
Negué con la cabeza y le tomé las manos entre las mías, tratando de transmitirle todo el amor que había guardado en esos años de distancia.
—No, Gabriel. No voy a irme nunca más —dije, con la voz temblando, pero llena de una promesa que sentía arder en mi corazón—. No voy a dejarte. Si tú quieres, estoy aquí para quedarme.
Él me miró por un largo momento. No podía leer del todo lo que pasaba por su mente, pero poco a poco, sentí cómo su pequeña mano se aferraba con más fuerza a la mía. Y entonces, Gabriel se inclinó hacia adelante y me abrazó, su cuerpo temblando al igual que el mío. Lo envolví con mis brazos, y en ese instante, el mundo desapareció.
—Te extrañé mucho, mamá —susurró contra mi hombro, y sus palabras atravesaron cada rincón de mi ser.
—Yo también te extrañé, mi amor. Tanto, tanto… —le respondí, acariciando su cabello, grabando cada segundo en mi memoria, cada palabra, cada suspiro, como si fuera el tesoro más preciado.
Estábamos tan absortos en ese reencuentro que casi me olvidé de Darío, quien había estado esperando a una distancia prudente, sin interrumpir. Cuando Gabriel finalmente se separó de mí y se volvió a mirarlo, Darío se acercó lentamente, con una sonrisa cálida y comprensiva.
—¿Y él quién es? —preguntó Gabriel, observándolo con curiosidad.
Darío se agachó a su altura, sonriéndole.
—Hola, Gabriel. Soy Darío. Un amigo de tu mamá… y también tuyo, si quieres —dijo con una calidez en la voz que me hizo sonreír.
Gabriel lo observó, como si estuviera evaluando sus palabras. Al final, asintió y le estrechó la mano con la seriedad de alguien mucho mayor. El corazón se me llenó de gratitud al ver cómo Darío entraba en la vida de Gabriel con esa suavidad, con esa paciencia que lo caracterizaba.
—¿Vas a estar también con nosotros? —preguntó Gabriel, mirándolo fijamente.
Darío me miró por un instante, sus ojos transmitiendo una promesa sin palabras, y luego miró de nuevo a Gabriel.
—Si tú quieres, sí. Me encantaría estar con ustedes —dijo, y sentí una paz y una certeza que no había sentido en mucho tiempo.
Gabriel asintió lentamente, y luego, con una timidez casi imperceptible, volvió a abrazarme, apoyando su cabeza en mi hombro. Y allí, en ese parque, en medio de las luces nocturnas y de la cálida compañía de Darío, sentí que mi vida finalmente comenzaba a sanar.
Era el inicio de algo nuevo. Un comienzo, una segunda oportunidad, una familia que, aunque había nacido del dolor, estaba empezando a ser reconstruida, esta vez, con amor y esperanza.
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Contrato de Amor
RomanceAitana jamás imaginó que fingir ser la esposa de su jefe, el misterioso y solitario Darío Valmont, la llevaría a un mundo lleno de secretos. Entre miradas prohibidas y una pequeña niña que despierta su instinto maternal, Aitana descubre que este con...