Como quizá todos alguna vez, me consumí en la desdicha de procurar tu felicidad. Me volví siervo de unos ojos que, por tanto tiempo, se complacieron en subyugarme. Sin saberlo ni desearlo, cargaba cada día sobre mis hombros el peso agobiante de un amor agonizante. Jamás fui yo; siempre fue él.
Y, pese al tiempo, aún no alcanzo a comprenderlo. Al menos tuviste la decencia de despojarte del anillo mientras compartías tus secretos con él.
Él supo lo que yo perdí; yo, en cambio, nunca poseí lo que gané. Con el paso de los años lo entendí: de no haberte marchado, seguiría siendo aquel mismo hombre atrapado en tus sombras.
Me consumías con tu perversa habilidad para hacerme sentir un muerto en vida. Lo lograste, felicidades.
No pretendas, ahora, asumir el papel de víctima ante él; soy yo quien aquí da la cara. En este reino, yo soy la autoridad, pero ni mi estatus, cercano a una majestad, bastó para que respetaras mi nombre.
En cambio, a ese necio, cuya apariencia contrasta con su apellido, le ofreciste una lealtad sin tacha. Hasta el último suspiro suplicaste mi perdón.
El oro y la avaricia lo corrompieron todo, y aquella luz que antaño me distinguía hoy se ha desvanecido. Por la insensatez de tu conciencia, es tu pueblo el que hoy lamenta tu partida.
No desenvainé mi espada a tiempo, y ahora me enfrento a esta soledad. O quizás, ¿alguna vez te poseí realmente? Cuando las puertas del palacio se abrieron, encontré el castillo en penumbras. ¿Cómo no habría de estarlo, si tus mentiras lo mantuvieron en constante vigilia? Era como una maldición; nos hechizabas con tus caprichosos encantos.
Ella, cubierta de luto, lloraba sin tregua. No sé qué fuerza me impulsó a intentar adentrarme en la oscuridad de su manto. Si hubiese sabido entonces, nunca lo habría permitido. Años enteros sufrió por tu despiadada insolencia, soportando con estoica paciencia tu implacable indecencia.
Aquella noche me retiré a mis aposentos, y sobre mí pesaba tu espectro. Esto ya era insoportable: ni aún muerta dejabas de atormentarme.