3. Grietas

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En un rincón olvidado de Europa, donde el tiempo parecía haberse detenido y las sombras eran tan antiguas como las piedras del camino, se extendía un pueblo en perpetua decadencia. Las calles empedradas crujían bajo el peso de los siglos, y los edificios se inclinaban hacia adelante, como si sus techos puntiagudos estuvieran en eterna conversación con el viento susurrante. Flores marchitas colgaban de balcones desvencijados, pétalos resecos que se negaban a caer, suspendidos entre la vida y la muerte, atrapados como el mismo pueblo, entre el esplendor de un pasado olvidado y la descomposición implacable del presente.

A un lado del cementerio —un campo de lápidas cubiertas de musgo donde el viento parecía murmurar nombres que ya nadie recordaba—, un pequeño puesto de flores luchaba por mantenerse vivo. Era aquí donde trabajaba Helena. Sus manos, hábiles y cuidadosas, tejían coronas fúnebres con la misma delicadeza con la que una madre consuela a un niño. Las flores que arreglaba eran suaves y tristes, como si supieran su destino: decorar el descanso eterno de alguien. Helena, con su cabello oscuro enmarcando un rostro pálido y unos ojos llenos de un anhelo que nunca se había cumplido, parecía una extensión de aquel lugar. La gente del pueblo decía que la melancolía vivía en sus ojos, y aunque ella no lo desmentía, sabía que su tristeza tenía un nombre: Viktor.

Viktor, el escultor de cerámica, era un misterio de carne y hueso. Pasaba los días encerrado en su taller, un edificio sombrío donde el polvo y el arte danzaban juntos en el aire viciado. Sus manos moldeaban figuras de porcelana tan frágiles y perfectas que casi parecían respirar; cada escultura era una obra maestra, una obsesión inmortalizada en loza y barniz. Pero Viktor nunca miraba a las personas de la misma manera que admiraba su arte. Era distante, como si la perfección que buscaba en sus esculturas le hubiera robado la capacidad de ver belleza en el mundo real, o quizás, en las personas que lo habitaban.

Helena lo observaba en silencio cada vez que tenía oportunidad, sintiendo cómo su corazón latía con un ritmo que contrastaba con la quietud mortecina de su entorno. En sus días más oscuros, se preguntaba si Viktor sabía que ella existía, o si solo era un fantasma más entre las flores y las tumbas que bordeaban su vida.

A veces, mientras trenzaba flores para un funeral, imaginaba cómo sería si Viktor la mirara, no como una de sus estatuas inmóviles, sino como alguien vivo, alguien digno de su atención. Sin embargo, el tiempo seguía pasando en el pueblo como un río estancado, y los sueños de Helena, como los pétalos que colgaban de los balcones, parecían estar suspendidos en una espera interminable.

Esa mañana, como cualquier otra, Helena continuaba su silenciosa rutina entre flores y sombras. El aroma de los lirios y las rosas marchitas impregnaba su ropa, y a menudo se sorprendía a sí misma hablando con las flores que preparaba para el cementerio, como si ellas pudieran entenderla mejor que las personas del pueblo. De vez en cuando, sus dedos temblaban al pensar en Viktor.

Viktor, siempre Viktor. A menudo, Helena lo observaba desde la distancia, escondida detrás de su puesto de flores, mientras él caminaba con una mirada ausente. Esperaba, inútilmente, que alguna vez se detuviera a mirarla. Tal vez solo una sonrisa breve, un gesto que le indicara que ella no era invisible. Pero Viktor nunca la miraba. Nunca.

Cuando se cruzaban por las estrechas calles del pueblo, Viktor estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no parecía percibir que ella existía. Helena sonreía con una tristeza que a veces la hacía reír de su propia desesperación. «¿Quién necesita a un hombre cuando se tiene la compañía eterna de los muertos?», bromeaba consigo misma, mientras adornaba las coronas de flores con hilos de musgo, como si fueran regalos para los fantasmas del cementerio. Pero en las noches, cuando el silencio del pueblo se hacía más pesado, Helena sabía que aquel amor la carcomía como una espina clavada en el corazón.

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⏰ Última actualización: Nov 05 ⏰

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