Ulises caminaba por el centro comercial con una sonrisa despreocupada y la mirada atenta. El ambiente estaba lleno de luces brillantes, escaparates de tiendas carísimas y gente que se paseaba como si el mundo les perteneciera. A su alrededor, las familias y parejas parecían tener el día libre para gastar el dinero que a él tanto le costaba juntar. Vestía su vieja sudadera gris, gorra negra y unos jeans gastados, y cargaba una caja llena de cómics, su manera de hacer unos cuantos pesos.Aunque Ulises tenía una fascinación por este tipo de lugares, para él eran un mundo ajeno, casi irreal, donde sentía que la gente lo miraba raro, como si él no tuviera derecho a estar ahí. Le importaba un carajo lo que pensaran, la verdad. Para Ulises, este lugar era solo otra parada en su vida, un sitio para observar, descansar, y de paso, ver si vendía alguno de esos cómics a precio inflado, de esos que valían su peso en oro para los niños ricos.
Mientras caminaba entre las tiendas, su mirada se quedó pegada en un grupo de chicas. No era que no estuviera acostumbrado a ver a morras fresas, pero esta en particular le llamó la atención. Tenía el cabello lacio, casi perfecto, y llevaba un vestido corto de esos que solo se ven en las revistas o en las fiestas elegantes. La chica se reía con sus amigas, y su risa resonaba, alegre y despreocupada. Era bonita, demasiado bonita, y sin darse cuenta, Ulises siguió viéndola unos segundos más de lo que debería.
La chica –Renata– no se había dado cuenta de su presencia, pero justo cuando él estaba a punto de seguir su camino, una de sus bolsas resbaló de su brazo. Las cosas cayeron al suelo, y por un segundo, las demás chicas se quedaron mirando sin saber qué hacer, mientras Renata soltaba un suspiro frustrado.
Sin pensarlo, Ulises se acercó y se agachó para recoger sus cosas. De cerca, ella era aún más guapa. Su piel tenía un brillo casi artificial, y sus manos, que le alcanzaron para ayudar a recoger las cosas, parecían tan delicadas como si nunca hubieran tocado nada sucio. Y ahí estaba él, con sus manos manchadas de tinta por andar pintando grafitis la noche anterior, sosteniendo las bolsas llenas de ropa cara.
—No te agüites, morra, ya tienes a alguien que te ayude —le dijo con una media sonrisa, entregándole las bolsas y mirándola directo a los ojos.
Renata parpadeó sorprendida, como si nunca hubiera esperado que alguien como él se le acercara. Sus amigas, mientras tanto, intercambiaron miradas, como diciendo "¿y este quién se cree?", pero Renata parecía intrigada. Lo observó un segundo más, como si quisiera decir algo, pero no estaba segura de cómo responderle.
—Gracias… —dijo finalmente, con una sonrisa tímida. La voz le salió suave, algo nerviosa.
Ulises le dio una sonrisilla divertida, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Vienes a comprarte la tienda completa o qué? —le soltó, en tono de broma, echándole un vistazo descarado.
Renata rió sin pensarlo, sorprendida de sí misma. No estaba acostumbrada a hablar con extraños, y menos con alguien que parecía tan… diferente. Pero algo en su tono confiado le pareció refrescante, y decidió seguirle la corriente.
—Solo unas cositas, ya sabes. —Le hizo un gesto a sus bolsas, tratando de sonar despreocupada.
—Ya quisieras —bromeó él, sin dejar de sonreírle. Se notaba que no era de esos chicos que se callan, y Renata, lejos de sentirse incómoda, estaba intrigada.
Antes de que pudiera decir algo más, una de sus amigas la tomó del brazo y le murmuró al oído, haciendo un gesto hacia Ulises: “¿Vamos o qué? ¿Vas a seguir platicando con este tipo aquí, en medio de todos?”
Renata sintió la presión, y aunque quiso replicar, sabía que su amiga no estaba dispuesta a quedarse. Cuando volteó para decirle algo a Ulises, él ya se había desvanecido entre la multitud, como si nunca hubiera estado ahí.
La sonrisa de Renata se apagó un poco, y al rato, mientras caminaba por el centro, no pudo dejar de pensar en él. ¿Quién era ese chico que vendía cómics y tenía el descaro de hablarle como si fueran iguales? Una parte de ella, por más que intentara disimularlo, sintió una especie de emoción que no había sentido antes. Un “quién sabe qué” que la hizo quedarse pensando en esa sonrisa desvergonzada mucho más de lo que pensaba.
Esa noche, al llegar a su casa, Renata seguía dándole vueltas al asunto. Quizá nunca lo volvería a ver, pero la posibilidad de cruzarse de nuevo con ese chico del centro comercial le sacaba una sonrisa que no pudo evitar.