El rostro de mi culpa

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Todo comenzó la noche que maté al niño.

Ese día salí muy tarde del trabajo. Me había entretenido demasiado, y cuando quise darme cuenta, ya estaba todo oscuro. Cogí el coche y, pisando el acelerador más de lo normal, me dispuse a volver a casa.

El cansancio me cerraba los ojos y sentía que los párpados me pesaban cada vez más. Que la carretera estuviera completamente oscura no ayudaba. Encendí la radio para distraerme con algo, pero pronto el sonido del locutor se hizo monótono, y el sueño volvió con más fuerza.

Del borde de la carretera salió una sombra a toda velocidad y se plantó frente a mí. Frené tan rápido como pude, pero no fue suficiente y la embestí. Aparté el coche hacia el arcén y me bajé para ver contra qué había chocado. Al verlo, el corazón me dio un vuelco.

Primero vi la bicicleta, destrozada en varias partes y con las ruedas deformadas, y después vi al niño. Estaba tirado sobre el asfalto, rodeado por un gran charco de sangre. Tenía una brecha profunda en la cabeza y varias extremidades rotas. Me acerqué para inspeccionarlo de cerca, conteniendo mis gritos de horror, y entonces abrió los ojos.

Intentó pedirme ayuda levantando lentamente el brazo, pero yo huí. Me subí de nuevo al coche, sollozando y maldiciendo mi suerte; encendí el motor y aceleré tan rápido como pude.

Mientras revivía una y otra vez el suceso en mi cabeza, el tono de voz del locutor de la radio cambió, volviéndose agudo y triste; y dijo "¿Por qué te has ido? ¿Aquí hace mucho frio?". Fue ahí cuando supe que me había convertido en un asesino.

Durante algunas semanas viví con el miedo de que la policía llamara a mi puerta para detenerme, pero simplemente no ocurrió. El suceso apareció en todos los periódicos locales, y al poco tiempo solo quedó el remordimiento y la culpa.

Y cuando todo parecía que había pasado, lo vi en una esquina de mi habitación, llorando desconsolado sobre sus rodillas. Después lo vi varias veces sentado en el salón, mirando la pantalla apagada de la televisión.

Una tarde, al volver del trabajo, decidí armarme de valor y hablar con él. Entre lágrimas, le pedí que me perdonara por lo sucedido, repitiéndole varias veces que fue mi cobardía la que me obligó a irme. Él me perdonó, pero me dijo que se sentía solo y abandonado en el lugar donde estaba, y que por eso venía a mi casa siempre que podía. Le aseguré que no le volvería a abandonar y me lo agradeció con una sonrisa. Esa misma noche le preparé un dormitorio para que se quedara a vivir conmigo.

Han pasado 20 años desde entonces y él aún vive conmigo, juega por todos los rincones de la casa, viene a mi cama por las noches para calmar su miedo; y mientras él sigue siendo un niño, yo me voy haciendo viejo. Espero poder reunirme con él cuando todo termine y cuidarlo como se merece.

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