El ciervo.

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La tarde continuaba su avance, y la luz del sol se iba desvaneciendo lentamente entre los árboles. A pesar de la creciente tensión, había algo reconfortante en la tranquilidad del momento. Zoé y Milo estaban sentados cerca del campamento, jugando con una vieja pelota de fútbol que había aparecido en algún rincón olvidado del refugio. La niña, con su risa contagiosa, se lanzaba hacia adelante intentando patear la pelota, mientras Milo, con su energía inagotable, corría detrás de ella como si estuviera persiguiendo su propia sombra.

Zoé soltó una pequeña carcajada cuando la pelota se desvió hacia un arbusto cercano. —¡Milo, eres un desastre! —exclamó entre risas, levantándose para ir a recuperarla.

Milo, con una expresión traviesa, se abalanzó sobre ella de nuevo, atrapándola antes de que pudiera llegar. Ambos cayeron al suelo, riendo y revolcándose por el césped, mientras el sonido de sus risas era lo único que rompía la quietud del bosque.

Mateo observó la escena desde donde estaba, sentado sobre una roca cercana. Ver a su hermana tan alegre, tan llena de vida, a pesar de todo lo que había pasado, le dio una sensación cálida que contrarrestaba la ansiedad que lo acompañaba. Zoé era la razón por la que seguía luchando, por la que aún se mantenía de pie en un mundo que ya no parecía tener reglas. Y ver a Milo, el perro que desde que le encontraron había sido su sombra, al lado de ella, lo tranquilizó aún más.

Adrián, a su lado, parecía estar pensando lo mismo, observando a los niños con una sonrisa suave. —Es increíble cómo a veces, en medio de todo esto, pueden encontrar momentos como esos —dijo, sin apartar la vista de ellos.

—Sí —respondió Mateo, su voz más baja de lo habitual—. No sé qué haría sin ella. Ni qué haría si algo le pasara.

Adrián no dijo nada por un momento, como si las palabras estuvieran de más. Pero, sin dejar de mirar a Zoé, asintió lentamente. —Lo sé. Es lo mismo con... los que queremos proteger.

El silencio entre ellos no fue incómodo, sino comprensivo, como si ambos entendieran el peso de lo que significaba mantener a salvo a las personas que amaban en un mundo que ya no tenía sentido. Mateo pensó en las veces que había tenido que poner a Zoé por encima de todo lo demás, en los sacrificios que había hecho por ella, y cómo había llegado a la conclusión de que la única forma de salir adelante era asegurarse de que Zoé estuviera a salvo, costara lo que costara.

En ese momento, la risa de Zoé y el ánimo Milo se desvaneció ligeramente, y Mateo notó que David había comenzado a cortar un ciervo que había cazado poco antes, con una destreza que parecía más allá de la de cualquier cazador experimentado. El sonido del cuchillo cortando la carne era áspero, casi macabro, y el crujido de los huesos mientras los quebraba resonó en el aire, haciéndole fruncir el ceño. No estaba seguro de cómo sentirlo. El ciervo había sido una buena fuente de alimento, pero había algo inquietante en la manera en que David estaba trabajando la carne. La sangre y la grasa se deslizaban por sus dedos con una calma aterradora.

David estaba tan absorto en lo que hacía que no parecía notar las miradas de los otros. Su rostro estaba completamente inmóvil, como si disfrutara de cada corte, cada movimiento. El cuchillo pasaba de manera casi orgánica, una danza de precisión que parecía como si lo hubiera hecho miles de veces antes. Era como si se estuviera entregando a una especie de ritual, una necesidad casi... morbosa.

—¿Te gusta... cortar carne? —preguntó Ethan con cierto tono de incomodidad, mirando cómo David separaba con habilidad las piezas del animal. La pregunta salió sin pensarlo, pero la incomodidad en su voz era evidente.

David levantó la vista, su rostro no mostraba señales de incomodidad. Más bien, parecía casi... satisfecho. —Es algo que uno aprende rápido, cuando vives en este mundo. Si no te agrada, no puedes sobrevivir.

Tal vez en otra vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora