¡Uff, qué mañana de locura! Allí estaba yo, como cada día, con la frente pegada al vidrio frío de la ventana de la oficina, hipnotizada por el ballet caótico de autos que bocineaban al unísono y ejecutivos estresados trotando sobre el asfalto como si les ardieran las suelas. El aire olía a humo de escape y a ansiedad, pero yo, con mi café de ritual en mano —negro y espeso como el alquitrán—, ya ocupaba mi trono de trabajo. Sí, amaba mi chamba, pero madrugar a las 6 AM debería considerarse tortura bajo la Convención de Ginebra. Sin esa taza humeante que me quemaba los dedos, ni en cuenta habría despegado los párpados.
De pronto, desperté de mi modo zombie. ¡El reloj marcaba las 9:30! Había pasado media hora sumida en el vacío, viendo cómo una paloma se posaba en el toldo de enfrente... hasta que mi computadora estalló en una sinfonía de pitidos. Los mensajes llovían. «Por favor, que no sea el jefe», susurré, imaginando su voz estridente arrastrándome a juntas donde el PowerPoint sería mi verdugo. Pero, ¡sorpresa! Era Jan, mi hermano del caos, tirándome un salvavidas de emojis de cafés bailarines.
- ¿Te espero en los elevadores para ir por café o sigues fingiendo que eres adulta?—escribió, con un guiño invisible y su suave risa que casi escuché.
- Ni lo dudes. Aún debo escalar el Everest de correos del fin de semana—mentí, mientras reorganizaba post-its solo para aparentar productividad.
- ¡Ja! Sin tu dosis de espresso doble, vas a responder «Saludos cordiales» a un correo de tu ligue de fin de semana—contraatacó, clavándome en mi propia miseria sentimental
- Vale, bonita. Pero si alguien pregunta, yo fui la que les robé la dignidad—respondí, mordiendo una sonrisa que delataba mi alivio.
Agarro mi termo de dinosaurios -el que mantiene el café a temperatura lava y me regresa un poco la vida o la ilusión de juventud- y mi bolsa de "I survived another meeting that should've been an email", pero... ¡vaya tontería! Mi credencial brillaba por su ausencia. Sin ella, la puerta hacia la libertad era un muro de acero. Me asomé como gato vigilante: ni rastro de Jan.
Claro, ambos compartíamos el don de la impuntualidad crónica. Saqué el celular para avisarle y, al girar, ¡ZAS! Casi me trago el aire al chocar contra una figura que pasó como un tornado en traje. Solo capté el olor a madera fresca y bergamota, el roce de una manga de lino y el andar urgente de sus zapatos italianos. Aproveché que abrió la puerta para colarme tras él, sigilosa como gato entre sombras.
- Pensé que te quedarías lamiéndote las heridas mientras fingías que ponías atención a los correos —bromeó Jan, apoyado en el elevador con sus jeans desgastados y una camisa que gritaba "me vestí en la oscuridad". Sus ojeras tenían más capas que mi maquillaje, pero su sonrisa era pura dinamita.
- Para tu información, un samurái moderno me abrió camino mientras pensaba si lo mejor era dejar todo e irme a dar la vuelta por el mundo en un velero —respondí, ajustando mi blusa que ahora olía a misterio y ego herido—Pero veo que tus ojos titilan como luces de Navidad. Suelta el chisme antes de que reviente.
- ¿Tan obvio soy? —dio un paso hacia mí, con el brillo de quien va a revelar el final de Stranger Things—. Imagínate: el tipo tenía la voz de alguien que susurra secretos en francés... y labios que pedían a gritos ser mordisqueados.
- ¡Claro, solo eran sus labios! —soltó una carcajada que resonó como un gong en el elevador, haciéndome reír con una risa de hiena que ningún curso de etiqueta aprobaría.Jan, entre risas, me desvelo la historia de su fin de semana: él tras la barra del Bar Noir, mezclando cócteles con algunas ideas obscenas para cualquiera, cuando un dedo con uñas impecables tocó mi hombro.
- Era él. Labios de pecado, mirada que perforaba el alma... y una corbata tan recta que hasta los santos se hubieran confesado —narraba Jan, mientras yo fingía vomitar en mi termo—. Pero esta vez, princesa, me jugué la carta del misterio: le pedí que cuidara mis cosas mientras «salía a tomar la llama de alguien especial»... y me quedé hablando con mi mamá de la receta del pozole.
- Eres un psicópata con suerte—le dije, saboreando cómo el café me resucitaba las neuronas—. Y el pobre iluso?
- Al volver, puse cara de cachorro abandonado. Funcionó: de inmediato me ofreció su número y una cita detrás de la barra... donde, por cierto, descubrí que es el administrador —alzó la ceja, orgulloso como un gato que atrapó un diamante.Nuestra risa estalló como una granada en medio del café. Hasta el barista nos miró con odio de lunes por la mañana. Y en ese instante, el universo hizo click: un silencio repentino, miradas que se clavaron como dagas... y entonces, Él.
Sus pasos resonaron con elegancia gatuna, cada pisada suya marcando un latido en mi pecho. Al girarme, nuestros ojos chocaron: los suyos, verdes como bosque después de la lluvia; los míos, atrapados en una red que no entendía. El aire se espesó, mi pulso se aceleró y, Dios, mis mejillas ardieron como si me hubieran dejado bajo el sol. Bajé la vista, fingiendo interés mortal en mi termo, pero en mi mente se repetía el instante: su mano entregando un sobre blanco a un hombre de gabardina, el roce de sus dedos, el gesto rápido... y luego, partir como alma que lleva el diablo.
- ¿Vas a seguir viendo el piso o me ayudas a descifrar esto? —Jan agitó un papel con un número garabateado y un corazón mal dibujado.
- Ese no es tu estilo—murmuré, distraída, mientras mi cerebro reconstruía cada instante y cada centímetro de aquel hombre: el reloj de plata, el anillo con sello antiguo, la cicatriz tenue en el mentón... ¿Abogado? ¿Espía? ¿Hereje de Wall Street?
El resto del día fue niebla: correos automáticos, reuniones donde asentí como muñeca de porcelana - por que estaba distraída, pero siempre fabulosa-, y la sombra de esos ojos verdes persiguiéndome en cada esquina. No era amor. Ni obsesión. Era... una llave girando en una cerradura oxidada. Algo se activó, y aunque Jan seguía soltando chistes , yo ya estaba en otra parte: ¿Qué había en ese sobre? ¿Por qué su mirada sintió como un desafío... o una advertencia?
Esa noche, mientras el metro me sacudía hacia casa, el celular vibró. Un número desconocido: «No deberías reír tan alto. Atrae atención... y otros peligros.»El corazón se me subió a la garganta. Jan, travieso, seguro era... ¿no? Pero al mirar la ventana oscura del vagón, el reflejo de un hombre con gabardina y sonrisa de gato me paralizó. Sus labios movieron dos palabras antes de desaparecer en la estación: «Hasta pronto.»Y así, sin café ni termo de por medio, supe que esa mañana de tráfico y risas tontas... había sido solo el primer capítulo.

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Historias inconclusas de nuestro amor
AdventureLa música golpea como un latido clandestino en el antro, y entre el humo y los destellos de neón, él está ahí. Alec. Su ex. El mismo que juró hundirla., pero no es su sonrisa burlona lo que congela a Celeste entre la multitud, sino el hombre a su la...