I - Madrid

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Violeta recorría los pasillos de aquel enorme edificio con los nervios a flor de piel. Llevaba más de quince minutos dando vueltas, tratando de encontrar el salón de actos, pero los constantes controles en los que debía enseñar el pase de prensa y la seguridad atosigante no estaban ayudando. Seguía sin entender por qué una simple entrevista a la princesa de Inglaterra tenía que suponer tantos problemas para el resto de mortales y por qué el mero hecho de que esa familia estuviera allí tenía que implicar que se tratara al resto como posibles criminales.

Cuando empezó a trabajar como periodista se prometió a sí misma que no perdería el tiempo con este tipo de trivialidades; de hecho, a día de hoy seguía pensando que había demasiados problemas en el mundo como para dedicar tiempo y recursos a las palabras de una niña pija. Sin embargo, su jefe acababa de ser padre mucho antes de lo que los médicos esperaban y, en un acto de desesperación pero a la vez de confianza, le había pedido a Violeta que se encargara de cubrir ese caso. La pelirroja era consciente de que la única forma de que Manu, su superior, el hombre que había confiado en ella desde el primer momento, pudiera estar con su familia era que ella se encargara de los reportajes acerca de la princesa de Inglaterra, a pesar de que fuera contrario a sus expectativas sobre el periodismo. Al principio se negó, ya que consideraba que aceptar ese trabajo supondría faltar a sus principios, pero tras pensarlo mucho cedió y dejó que Denna, su mejor amiga, le convenciera de que aprovechar esa oportunidad era lo mejor para todos.

En el fondo sabía que, al margen del favor que pudiera hacerle a Manu, este trabajo era su billete a un puesto de renombre en el panorama nacional. Era ampliamente sabido que el futuro de la corona inglesa era incierto, pues todo tipo de rumores sobre la princesa habían inundado los medios en el último año. Algunos decían que iba a renunciar al trono, otros que estaba metida en negocios cuestionables, unos tantos que el motivo por el que no se había casado era que se acostaba con mujeres y el último chisme que había sido la comidilla de los platós de televisión del mundo entero era que se le había visto en fiestas drogándose y bebiendo hasta perder el conocimiento. Para Violeta, que cualquiera de esas cosas fuera cierta o no era completamente irrelevante. La realeza, independientemente del país del que fuese, siempre acababa haciendo lo que quería sin tener que preocuparse por las consecuencias. No importaba si era una pequeña inconveniencia o un crimen en toda regla, el dinero e influencia de la nobleza siempre sería más que suficiente para taparlo todo, sobornar a quien fuera necesario y limpiar la imagen de cualquiera de ellos. Precisamente por eso podía realizar su trabajo sin ningún escrúpulo: lograr que su periódico fuera el primero en confirmar o desmentir alguno de los rumores.

Aún estaba perdida en sus pensamientos y maldiciendo a las monarquías cuando al fin encontró la sala que buscaba. Entró en silencio, pues se suponía que la rueda de prensa había empezado cinco minutos antes, pero para su sorpresa la sala estaba más ajetreada que nunca. Se deslizó hasta su asiento y entonces se percató del problema: la princesa todavía no estaba allí. Era raro que alguien de su rango llegara tarde, y lo más probable era que sus colegas ya estuvieran ideando titulares sobre ese retraso y los posibles motivos tras él. Cuando empezaba a aburrirse, la puerta del fondo de la sala al fin se abrió de nuevo. Un silencio sepulcral se asentó entre los presentes mientras la princesa entraba en la habitación junto con la reina de Inglaterra y todo un séquito de guardaespaldas. Allí estaba, subida al estrado apenas a diez metros de ella: Chiara Williams Lilibet de Kent Oliver, princesa de Inglaterra, primogénita de la familia y legítima heredera al trono. Llevaba un vestido de color verde botella con una americana negra sobre él. El maquillaje era sencillo y Violeta podía adivinar que el estilismo buscaba una imagen pulcra, pero cercana. Sin embargo, podía percibir ciertos nervios en la chica. Sus manos temblaban de forma casi imperceptible, su mirada iba de un lado de la sala a otro sin parar y su postura, aun tan recta como siempre, no parecía estar en absoluto relajada.

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