₆₀A través de los ojos del invierno

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Robb Stark ha aprendido a rodearse de... maravillas

Los bosques estaban llenos de susurros

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Los bosques estaban llenos de susurros.

Abajo, la luz de la luna parpadeaba en las aguas agitadas del arroyo que discurría por un lecho rocoso. Los caballos relinchaban suavemente y piafaban entre los árboles, sobre un terreno húmedo y cubierto de hojas, mientras los hombres intercambiaban bromas nerviosas en voz baja. De cuando en cuando oía ruido de lanzas, y el tintineo metálico de las cotas de mallas, pero hasta aquellos sonidos le llegaban ahogados.

Esa noche, había visto a su hijo convertirse en hombre. Esa misma noche en la que se había despedido de la hechicera cuando el sol aún no salía para así tener más privacidad pero sobre todo más tiempo juntos.

Catelyn la había escuchado murmurar, quizás rezaba desde que la vio montar su yegua blanca.

—Entonces, déjame hacer algo por ti —le había dicho a su hijo. Alzó la otra mano, y una brisa apenas perceptible, pasó entre ellos—. Es un pequeño hechizo. No evitará las flechas ni los aceros, pero hará que el miedo se disipe de ti cuando más lo necesites.

Robb dejó que los dedos de Yennefer se deslizaran sobre su frente. La miró a los ojos.

—Yennefer... —comenzó, su voz quebrándose apenas— Si no regreso...

—No hables de regresar o no regresar, Robb Stark —lo interrumpió ella con un tono firme—. Haz lo que has jurado hacer.

Yennefer apartó la mirada, dándole un último y breve toque en el brazo, y luego se alejó dejando tras de sí un leve aroma a lilas y grosellas en el aire.

Robb le había solicitado el honor de proteger a la salvaje y a ella, al capitán de la guardia de Winterfell, y él no se lo había querido negar. Ahora ambas estaban rodeadas por treinta hombres que tenían la misión de mantenerlas a salvo y, en caso de que el combate se volviera contra ellos, llevarla de vuelta a Winterfell. Robb había pretendido que fueran cincuenta; y la otra salvaje habia insistió que con la presencia de la hechicera serían más que suficientes, ya que ellos necesitarían de todas sus espadas. Se pusieron de acuerdo en treinta, aunque ninguno de los dos se quedó satisfecho. Y entonces habría muertes. Quizá muriera la hechicera... o ella, o Robb. Nadie estaba a salvo. Ninguna vida estaba garantizada. Catelyn no quería que la espera terminase, deseaba seguir escuchando los susurros en los bosques, la música tenue del arroyo, sentir el viento cálido en el cabello.

Al fin y al cabo, la espera no le era ajena. Sus hombres siempre la habían hecho esperar.

—Espera mi regreso, gatita —le decía su padre siempre que partía hacia la corte, la feria o la batalla.

Y ella aguardaba paciente en las almenas de Riverrun, viendo pasar las aguas de RedFork y el Piedra Caída. No siempre volvía cuando había anunciado que lo haría, y entonces Catelyn velaba durante días, siempre mirando por las aspilleras y las troneras, hasta que divisaba a Lord Hoster a lomos de su viejo capón castaño, al trote por la ribera. Brandon Stark también la había hecho esperar. Y había llegado la hora de esperar a Robb. Volveré, le había jurado su hijo, no a ella. Sino a la salvaje a su lado.

¹Reyes del Norte•GOTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora